Se ha escrito mucho sobre la prueba sufrida por Santa Teresita del Niño Jesús en los últimos meses de su vida. Mucho y con muy diferente signo y acierto. Desde que a Mr. Guy Gaucher le dio por escribir su libro La Pasión de Teresa de Lisieux, en el que introducía un aspecto nuevo en el tratamiento de la citada prueba —nuevo en el sentido de que era recogido por primera vez en un libro, aunque ya circulaba por los ambientes teresianos tal insinuación—, se ha estudiado por aquí y por allá el presunto ateísmo de Teresa al final de su vida.
Louis Evely escribió ya hace tiempo que uno se hace realmente ateo cuando se ve a sí mismo mejor que la imagen del dios que le presentan. Siempre he estado de acuerdo con esta afirmación. Las proyecciones que se nos han presentado de la idea y del ser de Dios a lo largo de la historia, desde todas las confesiones religiosas —incluida la católica— no han sido precisamente acertadas. En su nombre se han cometido verdaderas barbaridades y se han justificado atrocidades. Ahí están los libros de Historia de la Iglesia Católica para confirmarlo, incluso los más afines a las posturas más conservadoras. Y lo mismo se puede decir de la mayoría de las confesiones-sectas nacidas por todos los lugares del planeta.
La idea de Dios que predominaba en tiempos de Teresa no era desde luego aquella que engancha al alma y la engolfa, y la conduce a una determinada determinación a servirle, amarlo y darlo a los demás. El jansenismo reinante proyectaba a Dios como el justiciero del Antiguo Testamento, espada en mano, Señor de la ira y de la muerte, de la destrucción y de la barbarie, que no se amilana al descargarla sobre una humanidad empecatada y transgresora, infiel e impía, que no merece otra cosa que perecer.
Por ello las almas buenas se ofrecían como víctimas al dios castigador implacable, con el fin de parar los rayos de la ira divina y atraerlos hacia ellas, que forman ese resto de justos que pueden actuar de escudos humanos frente al brazo armado de un dios que se ha olvidado de su clemencia y su misericordia. No deja de haber mucho egoísmo encubierto en esta postura, y quizá bastante más soberbia de la que serían capaces de aceptar, nosotros los buenos…
y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación
Teresa, hija de su época y lectora asidua de Juan de la Cruz, de Teresa de Ávila y de los Evangelios y demás escritos del Nuevo Testamento, especialmente las Cartas de San Pablo, se da cuenta de que esa proyección, de que esa imagen no cuadra con el Dios de Jesús, su Amado, su único Amor, al que ha entregado su vida y todos sus sentimientos y capacidades —que eran muchas y muy elevadas—, y realiza un acto transgresor que solo está al alcance de los santos: Yo también quiero ser víctima, quiero ser mártir, quiero calmar la sed que agobia a mi Amado crucificado… Pero como no puedo creer en ese dios justiciero lleno de ira, voy a ofrecerme a su amor y a su misericordia, y mi cántico en palabras y obras será el cántico siempre eterno de las misericordias del Señor.
Y así se ofrece al Amor misericordioso de Dios en un acto tan rebelde como inspirado. Dios va a tener también una víctima consagrada enteramente a su Amor, y seguro que le va a encantar. Porque Dios es Amor, no lo olvidemos. Lo demás es de los hombres y mujeres que no llegan a creerse esta sustancial y esencial revelación.
En ese Dios sí puede creer Teresa y a ese Dios sí le puede creer, porque no está la cosa solamente en creer en alguien, sino que hay que añadirle un ingrediente básico: creer a ese alguien. Esto nos lleva directamente adonde queremos llegar. ¿Qué es la fe sino la otra cara de esa misma moneda, cuyo reverso, o anverso, como les parezca mejor, es el Amor?
El vedanta (escuela de filosofía dentro del hinduismo) dirá que lo de anverso y reverso no es sino una manera de entendernos, una convención creada para distinguir, pero que no afecta a la esencia de la moneda, y tiene razón. La gran aportación de esta cría de apenas veinticuatro años no es otra que, como la mejor lectora de Fray Juan de la Cruz, ha sido traducirle al medio de frailes de Fontiveros y decirle al mundo que es imposible amar a alguien sin creer en él y sin creerle a él, de la misma manera que es imposible creer en alguien y a alguien sin amarlo.
velad y orad para no caer en la tentación
Fe y Amor, Amor y Fe. Como diría Jalal ud-Din Rumi (1207-1273), el mayor de los místicos islámicos: “Si ves dos en estos elementos, o estás ciego o ves doble”. O ves mal. Por ello Teresa, leyendo de nuevo a Fray Juan —“Un solo acto de puro amor vale más a Dios que todas las demás obras juntas”—, se preguntará: Pero ¿es que en mí hay puro amor? Si aplicamos lo anterior, habría que decir que Teresa se está preguntando, pero ¿es que hay en mí pura fe?
La respuesta no se hizo esperar y se vio metida de lleno —junto a sus primeras hemoptisis o expulsiones de sangre por la tos, señales evidentes de su pronto tránsito a ese Cielo que era todo para ella— en una noche escalofriante, la noche de la nada, en la que las voces interiores le dirán: puedes soñar en un cielo, puedes pensar en que allí estarás en la plenitud de la luz, del amor, de la vida, sueña, piensa; pero al final te darás cuenta tristemente de que lo único que te espera es una noche mucho más oscura aún, la noche de la nada. Sin más, nada. Todo eso de tu cielo no existe, es nada…
Una pequeña observación, la Beata Isabel de la Trinidad, contemporánea de la Santa, desde el Carmelo de Dijon, dirá al morir: “Me voy a la Luz, a la Vida, al Amor”. Curiosa la coincidencia de estas dos grandes místicas en palabras como Luz, Vida, Amor. Merece reflexionar, meditar sobre ello, ¿verdad?
Y a esa noche, a esas tinieblas, a esa realidad viva, será atraída Teresa por el Buen Dios, y allí la instalará hasta el final de sus días. Cuando escribe poesías, cuando canta las misericordias del Señor, cuando reza, cuando vive su vida religiosa a plenitud, no canta ya lo que cree y es dulce para ella, porque todo eso se ha evaporado, ha desaparecido, y ya no canta lo que cree sino lo que quiere creer. Es esta frase tremenda la que ha llevado a afirmar a muchos que Teresa experimenta como realidad vívida, el ateísmo, y que eso le convierte en el mejor guía para el mundo actual.
la fe es una brújula en la niebla y la tormenta
Siento diferir, no puedo estar de acuerdo ya con ello, aunque afirmo que, durante bastante tiempo sí comulgué con la idea. Una cosa es experimentar la increencia y otra que se instale en el ser y lo convierta en ateo, es decir, en negación, en exclusión, en repulsa, en repudio no ya de la idea de Dios, sino de Dios mismo.
Una cosa es llegar a experimentar el abandono de Dios a semejanza de su Esposo, Jesús, y otra negar la presencia viva de Dios en el propio ser y en el mundo sin incidencia alguna en el ser ni en la historia personal y de la humanidad. En otras palabras, convertir a Dios en una recreación del ser humano al que le haría falta para agarrarse a esa idea y así establecer un control suprahumano, pero sin contenido ni presencia, un dios ídolo de oro, que no llega a ser otra cosa que un dios de barro.
Es decir, convertir a Dios en algo no en alguien, virtual, sin presencia ni incidencia alguna en la historia personal y colectiva. Porque si hay ateísmo, ese ateísmo no está en la negación de Dios, sino en la indiferencia. Y Teresa no es indiferente. Ella no cree, mejor dicho, no puede creer, está imposibilitada para creer, pero quiere creer, y eso no se da en el ateísmo, mucho menos en la indiferencia.
querer amar a Dios es ya amarlo
Sí, afirmamos que Teresa no experimenta el ateísmo, sino que lo que experiementa es la imposibilidad de creer; quiere creer pero no puede. La otra cara de la moneda nos la ofrecerá otro de los que no se reservan para sí ni las migajas que caen de la mesa de los santos, Charles de Foucauld, quien dirá, ante la vivencia íntima de su imposibilidad para amar: querer amar a Dios es ya amarlo. Los santos siempre encuentran una vía, no de escape, sino de inserción en la intimidad de Dios. No lo olvidemos, para amar hay que creer y para creer hay que amar a ese alguien, no algo, sino alguien, persona, ser íntimo por tanto.
Concluimos. Teresa, ante la imposibilidad de creer, reacciona como lo que era, una gran mujer a pesar de su corta edad, el Mozart de la espiritualidad, y aunque seguirá afirmando su imposibilidad ante la fe, se sentará a la mesa de los impíos, aquellos que niegan y reniegan de Dios y de Jesús —sus amores, mejor dicho, su Amor— y permanecerá allí, porque estando ella al menos habrá un corazon que allí ama a Dios. Y permítanme que me pregunte y les pregunte: ¿Hay, puede haber, mayor fe que esa? Fe pura, purificada, desapegada, sin arrimo, fe desposeída, fe desnuda. En definitiva fe. Nada más. Está mejor sin adjetivos.
S. Pérez Treceño