La vida de la Madre Teresa fue una constante oración activa. Su inmensa sed de Dios la llevó más allá de sus límites humanos en una búsqueda permanente de la presencia divina. Pero este anhelo suyo es, sin embargo, algo común a todos los hombres. El profeta Isaías nos muestra aquello que Madre Teresa quiso enseñarnos: «¡Oh, todos los que estáis sedientos, id por agua! (…) ¿Por qué gastáis vuestro dinero en lo que no es pan, y vuestro salario en lo que no llena? (…) Prestad oído y venid a mí;Escuchad y vivirá vuestra alma»(Is 55, 1-3).
Esta es la otra gran idea que Madre Teresa deseó transmitirnos: “Todo ser humano tiene anhelo de Dios”. O, en otras palabras, el hombre es por naturaleza una sed encarnada. Siglos antes, San Agustín expresaría esta verdad así: “Nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”. El Padre Ignacio Larrañaga dirá: “El corazón del hombre es un pozo infinito que infinitos finitos jamás lo llenarán”. El mundo entero es incapaz de llenar el alma humana cuya sed solo puede ser saciada por las aguas vivas de Dios. Solo Dios puede colmarnos. «Oh, Dios, Tú eres mi Dios; desde el amanecer ya te estoy buscando, mi alma tiene sed de Ti, en pos de Ti mi ser entero desfallece cual tierra de secano árida y falta de agua» (Sal 63,1).
Pero hasta reconocer su naturaleza más profunda, nuestro anhelo —otorgado por Dios y dirigido hacia Dios— nos puede llevar una y otra vez a buscar en fuentes que inevitablemente terminarán decepcionándonos. San Juan de la Cruz habla del “interrogatorio a las criaturas”: preguntamos a nuestras experiencias, a las personas en las que nos refugiamos, a los objetos en los que perseguimos la felicidad: “¿Eres tú lo que busco?”. Y nos responden: “No. Lo que andas buscando no está en mí.”
sed de amor
El fenómeno de la sed espiritual encuentra en Teresa de Calcuta su dimensión más honda, pues si bien, como otros santos, alcanza la certeza de que la sed del ser humano es sed de Dios, también le será revelada en aquel 10 de septiembre de 1946, día de la inspiración, la naturaleza de la sed de Cristo: sed de nuestro amor. Y este encuentro de la sed de Dios con la sed del hombre, misterio divino, queda bellísimamente reflejado en el pasaje del evangelio de San Juan en el que el Señor y la samaritana se encuentran en el pozo.
Sobre este relato ya Teresa de Lisieux realiza un comentario con el que la Madre Teresa se identifica especialmente y en el que la santa francesa explica que las palabras del Señor: “Dame de beber” son expresión de Su necesidad de amor. “Era el amor de su pobre criatura lo que el Creador del universo estaba pidiendo. Tenía sed de amor”. Por tanto, nuestra sed está llamada a encontrarse con la sed de Dios. Y en la confluencia de ambas nace la oración. Para Benedicto XVI la oración es exactamente eso,“el encuentro de la sed de Dios con nuestra sed.” Y este encuentro tiene el poder de transformación más radical sobre el alma humana, que descubre que Dios le espera anhelante de su afecto. El amante desea, a su vez, el amor del amado.
Madre Teresa comprendió que el reconocimiento de la naturaleza más profunda de nuestra sed es imprescindible para alcanzar la plenitud a la que el ser humano aspira de forma innata. Por ello, si se preocupó por atender las necesidades humanas más prácticas, más allá del plato de arroz, quiso, sobre todo, mostrar el auténtico alimento para nuestra alma. Como el pozo al que acude la samaritana, ella deseó, sobre todo, ser el lugar de encuentro entre la sed humana y la sed de Dios. Así, Madre Teresa, sustentó su vida y su obra sobre dos principios que guiaron todos sus pasos: la idea de que solo Dios puede colmarnos y la idea de que todo egoísmo es vacuo y, en definitiva, inútil, pues solo nos conduce a un vacío que nos separa de los otros y de Dios. Y fue el deseo de acercar a Dios a todos lo que extendería la obra de Madre Teresa, primero por el resto de la India y luego por el resto del mundo.
las tres “d”: dependencia, desprendimiento y dedicación
Durante los casi diez primeros años de vida de la congregación, la labor de las Misioneras de la Caridad se había reducido, de acuerdo a una norma del derecho canónico, a la diócesis de Calcuta. Ya en 1959 algunos obispos de otras localidades de la India solicitaron hermanas para sus diócesis. El arzobispo de Calcuta dio su autorización y Madre Teresa, junto a diez misioneras dedicadas y experimentadas, se lanzó a abrir nuevas fundaciones en Ranchi, Delhi y Jansi. En Delhi crearon un hogar para niños abandonados a cuya inauguración asistió el primer ministro de la nación, el Pandit Nerhu, gran conocedor de la valiosa labor realizada por las misioneras hasta ese momento. La Madre Teresa escribiría: “La pequeña semilla de Dios está creciendo lentamente. Y, sin embargo, es toda Suya. De esta obra no reivindico nada.”
Durante los seis años siguientes llegarían a abrirse un total de dieciséis nuevas casas repartidas por toda la India. Madre Teresa las visitaba con frecuencia. Viajaba en tren por la noche y luego cumplía la vida regular del convento sin descanso. En 1960, la compañía de ferrocarriles Indian Railways le regaló un billete especial que le permitía viajar de forma gratuita por todo el país.
El 1 de febrero de 1965, las Misioneras de la Caridad recibieron el reconocimiento pontificio de Pablo VI. En la homilía que el internuncio del Papa ofreció a las Misioneras resonaron tres ideas como fundamentales en el camino de la joven congregación: dependencia de Dios día tras día; desprendimiento de los bienes de este mundo y dedicación. A aquellos días pertenecen las siguientes palabras de Madre Teresa: “Mira lo que hace Nuestro Señor: se derrama a Sí mismo sobre la pequeña congregación y, sin embargo, toma cada gota de consuelo de mi propia alma. Me alegra que sea así porque solo quiero que Jesús en la congregación sea más y más, y yo sea menos y menos.”
La obra de Madre Teresa siguió extendiéndose dentro de la India a través de multitud de labores asistenciales: atención a los enfermos de tuberculosis, programas de nutrición, refugios para los moribundos e indigentes, guarderías infantiles, escuelas primarias y secundarias, escuelas de oficios y asistencia en epidemias, revueltas sociales o desastres naturales, como el ciclón que en 1977 asolara el Estado de Andhra Pradesh causando miles de muertos y dejando sin hogar a más de dos millones de personas.
misión universal de amor
Pero la labor de Madre Teresa y sus misioneras estaba llamada a extenderse por todo el mundo en lo que Pablo VI describiera como una “misión universal de amor”. Así, en 1965 recibió la invitación de la Iglesia para crear en Venezuela la primera fundación de la congregación fuera de su país de origen. En Cocorote, una pequeña ciudad del interior, las misioneras convirtieron una rectoría abandonada en la nueva casa del Señor, donde comenzaron a dar clases de mecanografía, costura e inglés a las jóvenes de la zona a quienes deseaban inculcar un sentido de la propia dignidad a través de su formación. Las hermanas también visitaban a los pobres y enfermos de la vecindad y preparaban a los niños para la primera comunión y la confirmación. Permanentemente trabajaban por responder a las necesidades materiales, humanas y espirituales de las gentes del lugar, lo que pronto les valió el reconocimiento y agradecimiento de las mismas.
En 1968 la Madre Teresa recibió del Papa Pablo VI la petición de asistir a los pobres de Roma. La idea la sorprendió enormemente por referirse a una ciudad en la que ya trabajaban veintidós mil monjas pertenecientes a mil doscientas órdenes, pero Teresa no pudo declinar la invitación del Papa y, en una humilde casa enclavada en el barrio más mísero de la ciudad, comenzó su labor con los refugiados de Sicilia y Cerdeña privados de beneficios estatales como la asistencia médica y la seguridad social.
A partir de aquel momento, las solicitudes para abrir nuevas casas en diferentes países llegaron a la congregación con extraordinaria rapidez. En septiembre de 1968 las misioneras inauguraron una casa en Tabora (Tanzania). Así la Madre Teresa veía cumplido su deseo de estar presente en África. Un año más tarde, el arzobispo Knox, de Australia, pidió a las hermanas su ayuda en Melbourne. Allí la labor de las misioneras se centraría en los alcohólicos, toxicómanos y delincuentes juveniles.
En julio de 1970 el arzobispo Pío Laghi, delegado apostólico en Jerusalén, y monseñor John Nolan, presidente de la misión pontificia de Palestina cruzaron las líneas de alto el fuego desde Jerusalén a Amman para recibir a la Madre Teresa en Jordania. La capital jordana, desde la Guerra de los Seis Días de 1967, había duplicado su población contando con multitud de refugiados que vivían en condiciones desesperadas en campamentos de las afueras de la ciudad. Mientras la obra crecía alentada por el amor de Dios, Madre Teresa escribía: “Cada fundación es otro 10 de septiembre porque es Su obra.”
Victoria Escudero
Voluntaria de las Misioneras de la Caridad