«En aquel tiempo, Jesús fue a casa con sus discípulos y se juntó de nuevo tanta gente que no los dejaban ni comer. Al enterarse su familia, vinieron a llevárselo, porque decían que no estaba en sus cabales». (Mc 3,20-21)
El amor que llevaba a Cristo al olvido total de sí mismo desconcertaba a sus parientes. Les parecía que el modo de actuar del Señor estaba fuera de los baremos de la normalidad y que ellos tenían que enseñarle a medir su entrega. Ellos juzgaban a Cristo por lo que veían a través de sus propios ojos: ni comía ni descansaba. Y si esta manera de vivir de Jesús les escandalizaba, ¿qué hubieran dicho si hubieran penetrado, a través de los velos de la fe, el misterio insondable de que Aquel que tenían ante sus ojos era Dios y Hombre verdadero?
Todavía discuten los teólogos si el anonadamiento de la Encarnación supera al del Calvario. Lo que es indiscutible es que a Dios le gusta bajar y abajarse. Así deshace Dios la soberbia de los hombres y desbarata las razonables razones de nuestro orgullo.
Podemos imaginar al Padre en el día en que decidió enviar a su Hijo al mundo. Tomó el Libro de la Vida y escribió en él el nombre de su Unigénito: Jesús. A Él correspondía trazar cada rasgo de aquella vida tan singular, escribir todas sus acciones antes de que fueran hechas. En un exceso de su amor decidió que el Verbo se hiciera carne, que naciese en un pesebre y muriese en una cruz. Desde aquel instante la Trinidad albergaría un Hombre en su seno. Así el amor más grande y el deshonor más profundo quedarían ligados para siempre.
Este plan conmovió los mismos cimientos del cielo y se convirtió en una gran prueba para los ángeles. ¿Cómo podía ser? ¿Se iba el Omnipotente a someter al abajamiento casi infinito de hacerse un hombre de carne y hueso? Y ellos, seres puramente espirituales, ¿tendrían que rendir homenaje a un Dios que se unía para siempre a una naturaleza inferior a la suya?
Algunos ángeles sucumbieron ante esta terrible prueba y siguieron a aquel que gritó “no serviré”. Pero Miguel y muchos otros ángeles enmudecieron y acataron este plan de la Bondad Infinita de Dios. Y esta historia continúa entre los hombres hasta que Cristo vuelva en el último día. Cada uno de nosotros deberá decidir si quiere amar o rechazar a este Dios humillado por amor.
El Señor, anonadado en su forma de siervo, nos ama hasta el olvido total de sí en una entrega que no escatima nada y que le lleva a descuidar incluso sus necesidades vitales: comer, descansar…Y la paga que recibe por este derroche de amor es incomprensión y desprecio. ¡Es tenido por un pobre loco! Pero esta es la sabiduría de Dios para quien desee acogerla.
La mística Doctora Teresa de Jesús se pregunta en su “Libro de la vida” cómo hay personas santas en sus obras que las hacen tan grandes que espantan a las gentes y que, sin embargo, no han llegado a la cumbre de la perfección. Concluye que la causa no es otra sino que tienen un punto de honra.
No basta, pues, amar sin medida sino que hay que amar sin mezcla alguna de amor propio. Esto es lo que nos enseñó el mismo Hijo de Dios que se hizo Hombre.
Hijas del Amor Misericordioso