«En ti está la fuente de la vida» (SaI 36,10), proclama el salmista cuando, por obra y gracia del Espíritu Santo, pudo atisbar, aun a través del velo propio del Antiguo Testamento, la bondad y ternura del Dios vivo. El salmista se refiere a la fuente que está junto a Dios, identificada por Juan como la Palabra de la Vida: «En el principio existía la Palabra, la Palabra estaba con Dios y la Palabra era Dios… En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres» (Jn 1,1-4).
Dios, manantial de aguas vivas, que así es como se presenta a sí mismo en diversos pasajes de la Escritura, quiere hacer partícipe al hombre de este hontanar que la espiritualidad bíblica considera como la raíz y razón de ser de la inmortalidad. Hontanar que fue anunciado y prometido por Dios por medio de sus profetas.
Todo aquel en cuyo seno fluyen estas aguas participa ya de la gloria y la eternidad de Dios. A este respecto, todas las profecías que Dios puso en la boca de sus portavoces ante su pueblo, alcanzan su cumplimiento y plenitud en Jesucristo. En Él, la creación se eleva a su más alta cima y esplendor; en realidad se trata de una nueva creación en y por Jesucristo, como dice Pablo (2eo 5,17). Él es quien, por su muerte y resurrección, nos hace partícipes de sus aguas vivas: «Entonces dijo el que está sentado en el trono: Escribe: Éstas son palabras ciertas y verdaderas. Me dijo también: Hecho está: Yo soy el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin; al que tenga sed, yo le daré del manantial del agua de la vida gratis» (Ap 21,5-6).
nos hiciste, Señor, para ti
Dios creó al hombre para la inmortalidad, para el amor que no tiene fin; es por ello que insufló en su corazón la inquietud, algo así como si viviéramos en una especie de «un yo inacabado». San Agustín describió magistralmente este desasosiego del alma y del corazón del hombre; esta más que sensación de que hiciera lo que hiciera, alcanzara lo que alcanzara, siempre se quedaba a las puertas de la plena satisfacción. Es como si anduviese desnudo por la calle y nada de lo que tuviese en sus manos alcanzase a cubrir su desnudez. Así hasta que encontró -¿o más bien aceptó?- a Dios. Fue entonces cuando dijo: »Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón estará siempre inquieto hasta que descanse en ti».
Lo quiera o no, el hombre tiene, se ve obligado, a escoger entre el Todo o la Nada, la Sabiduría o el Absurdo; entre lo que permanece firme en sus manos o entre lo que en esas mismas manos se diluye. Nos podríamos preguntar: ¿Nos deja Dios a merced de nuestra debilidad en esta elección? Si fuese así podríamos pensar que no está muy interesado en que acertemos a la hora de escoger. Es como si tuviera la excusa perfecta para deshacerse de nosotros.
Pues no, no nos deja a merced de nuestra debilidad y carencia de discernimiento. En realidad nos ha dado algo que mueve invariablemente la balanza a favor de la elección que nos favorece, a favor de Él, el único que completa nuestro yo inacabado. Nos ha dado lo que en la Escritura se define como «la sed de Él».
Dios mío, yo te busco, mi alma tiene sed de ti… «, clama el autor del Salmo 63 buscando ansioso un hueco en Él para poder reposar de sus anhelos, ya desgastados y hasta agrietados por tantas quimeras perseguidas. «Tu amor es mejor que la vida, quiero bendecirte, elevar mis manos hacia ti». A la luz de esta su oración, podemos ver que para él no es suficiente adorar a Dios en la distancia. Necesita palparle; sí, locuras del amor. Si las tenemos en nuestra vida normal, ¿qué extrañeza puede causar que David, el autor de este salmo, las tenga con Dios?
A continuación David hace como un juego de palabras que nos produce un profundo estremecimiento. Se sirve del deleite que recorre todo su cuerpo ante unos manjares exquisitos para expresar el indescriptible gozo hasta el punto de provocar temblores en su alma cuando se sacia, se empapa de Yahvé. Nos recuerda aquel otro salmista que usando el símil de la dulzura de la miel, hace esta confesión a Dios: «Tus palabras son más dulces que la miel, más que jugo de panales, por eso me empapo de ellas» (SI 19,11-12).
buscar a Dios
Nos podríamos preguntar si la búsqueda de Dios es fácil o difícil, ardua o sencilla. No sé hasta qué punto se puede responder a esta pregunta, pues depende en gran parte de la honestidad de nuestras intenciones; si realmente buscamos a Dios, su Gloria, o un dios para salir del paso de los problemas que nos agobian. En definitiva, depende de si en Él buscamos el Todo que irrenunciablemente necesita nuestra alma, o un dios con quien «ir a medias», ya que consideramos imprescindible el otro dios: el dinero (Mt 6,24).
A todo esto hemos de añadir al Tentador, al Príncipe de la mentira, aquel que nos dice que su oferta es más gratificante y segura que la de Dios. Dicho esto, pasamos a lo que es lo realmente importante para aquel que busca a Dios con rectitud de corazón. Me refiero a la promesa dada a los que, casi desfallecidos y extenuados, se encuentran cara a cara con Él; o mejor dicho, Él les ha mostrado su Rostro. «Yo empaparé el alma agotada, y toda alma macilenta colmaré» (Jr 31,25).
En su encuentro con Dios, Él mismo empapará los sequedales de su alma, llenará con su savia todas y cada una de las raíces de su existencia, que desafiaron el peligro de quedar marchitas para siempre, tal y como les insinuaba la persistente tentación de que el Dios a quien buscan no es más que un espejismo. A estos buscadores se refería Jesús cuando dijo a la samaritana: «El que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás» (Jn 4,14). No tendrán sed estos buscadores de Dios porque su Enviado, el Señor Jesús, «hará correr por sus entrañas ríos de agua viva» (Jn 7,38).
A la luz de estos comentarios catequéticos, dirigimos ahora nuestros ojos al Hijo de Dios levantado en la cruz, y nos hacemos eco del gemido que, en los estertores de su agonía, salió de sus labios: «¡Tengo sed!» (Jn 19,28).
Con no poca frecuencia y echando mano de un mayor o menor sentimentalismo, se ha querido ver en este grito de Jesús en la cruz su sed de almas. Por supuesto que no hay nada que objetar a esta interpretación por muy sentimental que sea. No obstante y siguiendo la línea catequética de la pasión del Señor Jesús, su «tengo sed» se abre a un significado mucho más profundo y real. Pienso que el clamor angustioso de Jesús, a quien el pueblo santo ha arrojado al último lugar de la tierra, al más inhóspito de los abismos: a lo alto de una cruz maldita, va dirigido al Padre, a su Padre de quien dicen ha blasfemado. No es, pues, nada aventurado afirmar que desde la lejanía de Dios donde los hombres le pusimos, sienta la necesidad de gritar: «Padre mío, tengo sed de ti, de ti de quien me quieren arrebatar”.
Pongamos un poco en orden los trágicos acontecimientos del Calvario. Mientras los soldados levantan la cruz, Jesús es despojado de sus vestiduras. Tengamos en cuenta que en la espiritualidad bíblica, los vestidos forman una unidad existencial con la persona que los lleva. Recordemos aquel pasaje en el que Eliseo recibe el espíritu profético de su maestro, Elías, al tomar posesión de su manto cuando aquel fue arrebatado al cielo: «Eliseo le veía y clamaba: ¡Padre mío, padre mío. … Tomó el manto que se le había caído a Elías y se volvió, parándose en la orilla del Jordán. Tomó el manto de Elías y golpeó las aguas diciendo: ¿Dónde está Yahvé, el Dios de Elías? Golpeó las aguas, que se dividieron de un lado y de otro, y pasó Eliseo. Habiéndole visto la comunidad de los profetas que estaban enfrente, dijeron: El espíritu de Elías reposa sobre Eliseo» (2Re 2,12-15).
En la misma línea hemos de juzgar la intrepidez de la hemorroísa quien, llena de fe, se acercó a Jesús y tocó sus vestidos, con la firme persuasión de que «si logro tocar aunque sólo sea sus vestidos, me salvaré» (Me 5,28). Conocemos lo que sucedió a continuación: «Inmediatamente se le secó la fuente de sangre y sintió en su cuerpo que quedaba sana del mal». Al tocar los vestidos del Hijo de Dios, esta mujer -imagen de la humanidad doliente- entró en contacto con la divinidad de Jesús participando de ella y de su poder.
coronados de gloria
Volvemos al Calvario donde hemos dejado a Jesús despojado de sus vestiduras. El acontecimiento en sí es mucho más que un oprobio, humillación y desprecio. Es, por encima de todo, un atentado a sus locas pretensiones de ser el Hijo de Dios. Juzgan que no lo es, que sus pretensiones son una blasfemia, de ahí que sea levantado en la cruz y expuesto ante el pueblo santo como el más maldito de los hombres. El apóstol Pablo se hace eco de esta terrible y trágica mentira que aconteció aquel día y que ha pasado a la historia con el nombre de Viernes Santo: «Cristo nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose él mismo maldición por nosotros, pues dice la Escritura: Maldito todo el que está colgado de un madero» (Gá 3,13).
A estas alturas creo que sobra toda explicación, o quizás falta una, la última: el «tengo sed del Padre» que el ser más desheredado de la tierra, Jesús, grita desde la cruz, recoge todos y cada uno de los clamores de los hombres que desde las sombras, tinieblas y valles oscuros le acompañan en cuanto buscadores de Dios. ¡Tengo sed del Dios vivo, del Manantial de Aguas vivas! Clamores que hemos podido ver a lo largo de esta catequesis.
¿Qué nos queda por decir? Que Aquel que sufrió la sed de Dios como nunca jamás ningún ser humano la sufrió ni la sufrirá, es nuestro buen Pastor que nos conduce al Manantial de Aguas vivas: al Padre de quien le quisieron arrebatar aduciendo locura y blasfemia. Él nos conduce en nuestro caminar, en nuestra búsqueda, incluso cuando no vemos nada y hasta cuando nos da por pensar que nada existe. «Ya no tendrán hambre ni sed; ya no les molestará el sol ni bochorno alguno. Porque el Cordero que está en medio del trono los apacentará y los guiará a los manantiales de las aguas de la vida» (Ap 7,16-17).
Nuestro buen Pastor puede conducirnos así porque Él mismo, junto con el Padre, es el río del agua de la Vida del que nos habla Juan en el último capítulo del libro del Apocalipsis: «Luego me mostró el río de agua de Vida brillante como el cristal, que brotaba del trono de Dios y del Cordero. En medio de la plaza, a una y otra margen del río, hay árboles de Vida… » (Ap 22,1-2).
Continúa el apóstol diciéndonos que aquellos que calman su sed en estos manantiales no conocerán maldición alguna, y que ¡verán el rostro de Dios! «Y no habrá ya maldición alguna; el trono de Dios y del Cordero estará en la ciudad y los siervos de Dios le darán culto. Verán su rostro y llevarán su nombre en la frente» (Ap 22,3-4).
Juan nos habla de un contemplar el rostro de Dios y poseerle a causa de que su nombre está tatuado a fuego en nuestra frente. Este nombre es su propio sello, el del Dios vivo, sello que confirma nuestra pertenencia a Él así como nuestra participación en su gloria, tal y como había prometido Jesús a sus discípulos: «Yo les he dado la gloria que tú me diste para que sean uno como nosotros» (Jn 17,22).
Una última apreciación catequética, bella donde las haya. Acerquémonos con temor y temblor santo a la profecía joánica que acabamos de escuchar: «Llevarán mi nombre en la frente».
La frente, igual que la cabeza, indica y representa la dignidad de la persona. Juan está dándonos a conocer que Dios pone su sello indeleble en nuestro ser; y más aún, está coronándonos con su diadema, tal y como los profetas habían anunciado: «El espíritu de Yahvé está sobre mí pues me ha ungido para anunciar la buena nueva a los pobres… Para consolar a todos los que lloran, para darles diadema en vez de ceniza» (Is 61,1-3).
Una última nota acerca de los discípulos de Jesús: ¡Tantas veces sobrellevando, al igual que su Maestro y Señor, la corona de espinas de la burla y el escarnio … , hasta que Dios la cambia en el momento oportuno por su corona y diadema que proclama la nobleza de su estirpe: ¡Hijos suyos! Ya lo había adelantado el salmista: «Mas tú, Dios mío, escudo que me ciñes, mi gloria, el que realza mi cabeza» (SaI 3,4).