En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: «Tenéis que nacer de nuevo; el viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu».
Nicodemo le preguntó: «¿Cómo puede suceder eso?».
Le contestó Jesús: «¿Tú eres maestro en Israel, y no lo entiendes? En verdad, en verdad te digo: hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto, pero no recibís nuestro testimonio. Si os hablo de las cosas terrenas y no me creéis, ¿cómo creeréis si os hablo de las cosas celestiales? Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre.
Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna» (San Juan 3, 5a. 7b-15).
COMENTARIO
Un nuevo nacimiento ha sido mi bautismo. Cuando comprendí el significado de lo que la Iglesia hizo conmigo entendí la respuesta que tu Señor diste al sorprendido Nicodemo. ¿Cómo puede uno nacer de nuevo? Volver a entrar en el útero materno siendo adulto es del todo imposible. Aún si volviera a tener el tamaño del recién nacido la tarea seria harto imposible. Sin embargo, la única manera de nacer a esa vida nueva que tú quieres que se de en mi Señor pasa por hacerme pequeño, muy pequeño, humilde muy humilde, para que aparezcas en mí, Tú, para que ya no sea yo si no Tú. Que ese espíritu que recibí en mi bautismo me transforme en una persona nueva que camine siempre de tu mano, que no me suelte de ella. Que si tropiezo tú puedas levantarme, que vaya siempre en pos de ti, de tus huellas luminosas que den luz a mis entendederas para discernir el bien del mal. Que Tú que has experimentado la muerte más ignominiosa, me saques de mis muertes, de mis sufrimientos, de mis tristezas de mis penas y las transformes, las resucites para que pueda seguirte siempre a ti que me has llamado, que me has querido desde la eternidad y me llamas a la eternidad contigo.
Ayúdame tu Señor que nunca me sienta “maestro” para poder entender siempre tu lenguaje. Ese lenguaje que usas hablándome cada dia en las cosas que me suceden en el acontecer sorpresivo y maravilloso de los avatares de cada mañana cuando me dispongo a hacer tu voluntad. Que sea mi voluntad la tuya, que haga sencillamente lo que tú quieres de mí, que se cumplan en mí las palabras del salmo: “Oh Señor, mi corazón ya no es ambicioso, ni se eleva con soberbia mi mirada, ni voy en busca de cosas grandes que son superiores a mis fuerzas…” Sal 131
Eso sólo quiero Señor, Padre mío, descansar en ti, llevar mi cruz contigo, estar contento con mi lote, con lo que tu provees para mí, que no tengas en cuenta mis ofensas, que me ayudes a vencer las malas tentaciones del acusador y en definitiva que se cumpla en mi tu voluntad. Así sé que seré, auténticamente feliz.
¡Buen día con el Señor!