En aquel tiempo, dijo Jesús esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás: «Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “Oh, ¡Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: “Oh, ¡Dios!, ten compasión de este pecador”. Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido» (San Lucas 18, 9-14).
COMENTARIO
Ciertamente la única y auténtica verdad se llama humildad. Cuanto me cuesta buscarla y más aún encontrarla. Bien sé, porque tantas veces lo han escuchado mis oídos, que el camino de la verdadera felicidad pasa por seguir las huellas de la humildad. Esas huellas que tú Señor me has mostrado. Tú te has hecho el más pequeño, te has abajado a tomar la condición humana, mi condición, y sin culpa ni delito alguno, no has abierto la boca y te has dejado humillar, abofetear, atormentar y hasta entregar la última gota de tu sangre mostrándonos el camino que lleva a la auténtica vida, la resurrección, el lugar a la derecha del Padre que tu has ganado para todos los que deseamos seguir tu llamada y encontrar allí la felicidad eterna. Pero para ello no hay otro camino que el que tu mismo nos has marcado: “Entrad por la entrada estrecha; porque ancha es la entrada y espacioso el camino que lleva a la perdición…más que estrecha la entrada y qué angosto el camino que lleva a la Vida…” Mt7, 13-14. Que no me revista de fariseísmo nunca Señor, que sepa ver siempre lo bueno que has sido conmigo cargando tantas veces con mis pecados, descubriéndome mis egoísmos, mi avaricia, mi ira, mi… soberbia, esa soberbia que me ha llevado tantas veces a mirar mi ombligo y comportarme como un ciego, incapaz de ver con discernimiento los acontecimientos de mi vida; como un sordo, incapaz de oír tu voz advirtiéndome de los peligros; como un paralítico, incapaz de caminar por las huellas de la humildad, de la sencillez, del amor auténtico a mí mismo y a los que me rodean. Quiero hacer mías cada día las palabras de aquel pobre pescador que tu escogiste para que te siguiera y que te decía: “Le respondió Simón Pedro: Señor, ¿Dónde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna”. Jn 6,68. Te quiero Señor, tú lo sabes todo.