<<13 Se acercaba la Pascua de los judíos. Jesús subió a Jerusalén 14 y encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas y a los cambistas sentados delante de sus mesas. 15 Hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo, junto con sus ovejas y sus bueyes; desparramó las monedas de los cambistas, derribó sus mesas 16 y dijo a los vendedores de palomas: «Quitad esto de aquí. No hagáis de la casa de mi Padre una casa de comercio». 17 Y sus discípulos recordaron las palabras de la Escritura:
El celo por tu Casa me consumirá. 18 Entonces los judíos le preguntaron: «¿Qué signo nos das para obrar así?». 19 Jesús les respondió: «Destruid este templo y en tres días lo volveré a levantar». 20 Los judíos le dijeron: «Han sido necesarios cuarenta y seis años para construir este Templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?». 21 Pero él se refería al templo de su cuerpo. 22 Por eso, cuando Jesús resucitó, sus discípulos recordaron que él había dicho esto, y creyeron en la Escritura y en la palabra que había pronunciado>>.
Al celebrar hoy la Fiesta de la Dedicación de la Basílica de Letrán, la catedral de Roma, que la tradición define como madre de todas las Iglesias de la Urbe y del Orbe, la liturgia de la Palabra, en el contexto de este Año Jubilar dedicado a la Misericordia, nos hace una invitación a todos los cristianos a vivir como auténticos «templos vivos y llenos de la misericordia divina». Así nos lo ha pedido el Sucesor de Pedro, -el Papa Francisco-, al recordarnos primero en su Exhortación Apostólica Evangelii gauidium que la Iglesia «está llamada a ser siempre la casa abierta del Padre» a ser una «madre de corazón abierto» (n. 46) y después en la Bula del Jubileo Misericordiae vultus al decirnos que «la Iglesia tiene la misión de anunciar la misericordia de Dios, corazón palpitante del Evangelio de tal forma que en nuestras parroquias, en las comunidades, en las asociaciones y movimientos, en fin, dondequiera que haya cristianos, cualquiera debería poder encontrar un oasis de misericordia» (n. 13).
De aquí la importancia del gesto profético que Jesús, el rostro de la Misericordia, va a realizar en el Templo de Jerusalén, que llamado a ser la Casa de la Misericordia había sido transformado en «una casa de mercado» (2,16). Y esto nos puede estar pasado a cada uno de nosotros, templos vivos del Espíritu Santo desde el día de nuestro bautismo. Hoy, tenemos que preguntarnos: ¿Quién habita en lo profundo de mi corazón? ¿Dios o el dinero? ¿Quién ocupa el centro de mi existencia? ¿El deseo de hacer la voluntad de Dios cada día o deseos meramente mundanos?
En el episodio de la expulsión de los vendedores del Templo se observan dos centros de interés, aparentemente contrapuestos. Primero se presenta el celo de Jesús por la dignidad de la casa del Padre. Puede verse, por tanto, una valoración positiva de la realidad sagrada del Templo. Pero a continuación se constata una especie de indiferencia de Jesús para con este mismo Templo. Habla de su destrucción y de su futura sustitución a través de la muerte y resurrección de su propio cuerpo.
Evidentemente, en plena preparación de la Pascua y de acuerdo con la intención del evangelista Juan, nos interesa más la segunda perspectiva. Con el gesto simbólico de la purificación del Templo de Jerusalén y con palabras lo suficientemente explícitas, Jesús anuncia el cambio radical que introducirá su muerte y resurrección en el régimen cultual de la humanidad (Él nos viene a pasar de una fe «templaria» a una fe «existencial», el centro ya no estará en el templo-edificio sino en la persona-templo). Más intencionadamente que los demás evangelistas, Juan subraya la alusión a la resurrección al emplear el término «levantar» (egeirein), directamente relacionado con los términos neotestamentarios que designan la resurrección de Cristo.
A partir de la resurrección, ya no existen lugares privilegiados de la presencia de Dios entre los hombres. La comunidad cristiana sucede al Templo de Jerusalén, y el Espíritu que mora en ella da una intensidad a la presencia de Dios en medio de su pueblo santo. También inspira un nuevo culto espiritual, porque los creyentes son los miembros de Cristo, quien, en su cuerpo crucificado y resucitado, se ha hecho el lugar de una presencia nueva de Dios y de un culto nuevo. Y el verdadero culto no necesita espacios materiales, sino que se da en cualquier parte donde los hombres viven de la fe y practican las obras de misericordia. De este modo, la liturgia existencial que cada bautizado está llamado a encarnar en su vida cotidiana debe estar impregnada de la misericordia porque ella «es la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia. Todo en su actuación pastoral debería estar revestido por la ternura con la que se dirige a los creyentes; nada en su anuncio y en su testimonio hacia el mundo puede carecer de misericordia. La credibilidad de la Iglesia pasa a través del camino del amor misericordioso y compasivo. La Iglesia vive un deseo inagotable de brindar misericordia» (cf. Misericordiae vultus, n. 10).
Al evocar hoy la catedral de Roma (Basílica de San Juan de Letrán), donde está ubicada la sede de Pedro, pedimos por el Papa Francisco para que siga alentando a la Iglesia a «ser el primer testigo veraz de la misericordia, profesándola y viviéndola como el centro de la Revelación de Jesucristo. Desde el corazón de la Trinidad, desde la intimidad más profunda del misterio de Dios, brota y corre sin parar el gran río de la misericordia. Esta fuente nunca podrá agotarse, sin importar cuántos sean los que a ella se acerquen» (Ibd., 25). Tú y yo, como cristianos «estamos llamados a ser personas-cántaros para dar de beber a los demás» (cf. Evangelii gaudium, n. 86) ejercitando y viviendo las obras de misericordia tanto corporales como espirituales.