Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento mío que no da fruto, lo arranca; y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto. Vosotros estáis limpios por las palabras que os he hablado; permaneced en mí y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante, porque sin mí no podéis hacer nada. Al que no permanece en mí, lo tiran fuera, como al sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden. Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros pedid lo que deseáis, y se realizará (San Juan 15,1-7).
COMENTARIO
Pido disculpas a los lectores de este comentario que lo hagan desde cualquier otro punto del “planeta internet” donde no se celebre la festividad de San Isidro Labrador si el evangelio del día no coincide. La liturgia, al menos en Madrid, de donde es santo patrón, permite como alternativa este texto. El motivo de mi opción es, entre otros, el hecho de estar redactándolo en el barrio que lo vio nacer, a escasos metros de la casa donde vivió gran parte de su vida, pisando casi a diario las mismas tierras donde esparció su semilla y, sobre todo, orgulloso de compartir con él la misma pila de bautismo donde ambos nos incorporamos a la Iglesia. De esas aguas, ya sabemos que, y esperemos que haya más, al menos hay un santo canonizado. Esas aguas que brotaron del mismo manantial que nutría el pozo donde su hijo cayó y, a punto de morir, la oración confiada de un padre labrador al Padre Labrador, milagrosamente, rescató del fango de la ciénaga. (Cf. Salmo 40). Esas mismas aguas que, junto con el sudor de su frente, regaron sus campos, dando cosecha a su tiempo.
Ese tiempo también es hoy. El labrador, siembra y se retira. La semilla queda ahí oculta. Y sin que él sepa ni cómo ni cuándo, el Padre Labrador la hace crecer y fructificar. Además unos siembran y otros recogen. La vida sencilla y escondida de Isidro ha de seguir dando fruto.
El Papa Francisco nos acaba de regalar a toda la Iglesia la Exhortación Apostólica “Gaudete et Exsultate” reavivando el mensaje ya recogido en el capítulo 5 de la Constitución “Lumen Gentium” del Concilio Vaticano II sobre el “Llamado Universal a la Santidad”. Antes del Concilio, y todavía quedan rescoldos, existía dentro de la Iglesia un cierto consenso por el cual la vocación a la santidad era algo propio de sacerdotes y religiosos, quedando los laicos relegados a algo excepcional.
La constitución LG recoge y así lo recuerda Francisco que la primera vocación de todo cristiano es la vocación a la santidad, que esta nace del bautismo y no de las órdenes sagradas y que la santidad se expresa de muchas maneras en el estilo de vida de cada individuo en particular, y en comunión unos con otros, abiertos a la gracia; unidos a la vid de donde se recibe la sabia. “Sin mí no podéis hacer nada”, escuchábamos.
La historia de la Iglesia es una historia de santidad. Santos de todas las edades, de todas las clases sociales, de todo estado de vida religiosa. Los caminos para llegar a la santidad, los sarmientos, pueden ser diferentes. Pero la vid es una sola. ¿Qué es ser santo?: permanecer unido a la vid, ponerse en manos de Dios y buscar su voluntad en todos los asuntos. Dedicarse al amor de Dios y al servicio del prójimo. El Papa en la “G et E” nos alerta de dos sutiles enemigos de la santidad: El “gnosticismo”, por el cual sería algo reservado para una élite de iluminados y el “pelagianismo” que basa toda consecución de la virtud en el esfuerzo personal, cerrados a la gracia.
Los santos, las santas, no son extraterrestres, ni superhéroes de comics. Son hombres y mujeres de carne y hueso. Pisaron antes la tierra que pisamos. Ayer barro y arado; hoy asfalto y camioneta de reparto. No existe cristianismo ni cristianos de segunda clase. Así lo dice el Concilio: “Todos los fieles, cuales quiera que sea su estado o régimen de vida, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad. Quedan, pues, invitados y aun obligados a buscar la santidad dentro del propio estado.” Lo que sí es seguro es que nadie está llamado a la mediocridad. A los santos de hoy y siempre les afectan los mismos problemas laborales, familiares, económicos, de salud… que a los demás. Les preocupan y les interesan las realidades de este mundo; conscientes de que para dar fruto hay que “permanecer” dispuestos a dejarse podar por el labrador. La santidad está reñida con el conformismo. Es el sarmiento que se seca. Santo es aquel que es capaz de hacer de lo ordinario algo extraordinario; en su trabajo y en su familia. Como José; como María. Como Isidro.
Isidro, como todos los santos, sufrió el filo de la podadera. Escuece, pero es para dar más fruto. Hombre piadoso, todos los días comenzaba la jornada con la Eucaristía y visitaba diferentes capillas donde encomendar sus trabajos al Señor. Esto dio motivo para ser calumniado y difamado. Su piedad fue denunciada por su propios compañeros como pretexto para la holganza y cuando Juan de Vargas, el amo de las tierras, le vigiló para comprobar las acusaciones, vio que dos ángeles manejaban el arado. Este milagro que ha transmitido la iconografía popular, puede inducir a engaño. Yo creo que, en realidad, los ángeles es algo tan simple y a la vez tan grande que cuando se lleva la oración al trabajo y se hace del trabajo una oración; pues que… como que el tiempo cunde más.
También tuvo que huir, como tantos desplazados de hoy en día, cuando Madrid fue invadida por los almorávides, refugiándose en Torrelaguna. La Providencia hizo de este acontecimiento motivo de gratitud, pues fue aquí donde conoció y contrajo matrimonio con María de la Cabeza, también reconocida como santa.
Estuvo a punto de perder a su único hijo, S. Illán, que cayó en el pozo que hoy se conserva en el recinto de la Parroquia de S. Andrés. Su oración insistente hizo que el agua rebosase sacando el niño hacia afuera.
Tampoco olvidó nunca a los necesitados. Como la viuda de Sarepta, cuentan que un pobre se presentó en su casa pidiendo comida. Le dio el contenido de la olla que había preparado María de la Cabeza y la olla, una vez vacía, se volvió a llenar de comida milagrosamente. Siempre compartía su cosecha con lo más necesitados. Incluso en sus campos no había espantapájaros para que también las aves del cielo pudiesen alimentarse. Y Dios bendecía su generosidad con fruto abundante porque siempre estuvo unido a la vid.
Isidro, en su trabajo cotidiano de labrador pudo conocer el modo de trabajar, de preparar la tierra, de sembrar y de recoger que realiza el Labrador.