En aquel momento Jesús se estremeció de gozo, movido por el Espíritu Santo, y dijo: «Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido. Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie sabe quién es el Hijo, sino el Padre, como nadie sabe quién es el Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar». Después, volviéndose hacia sus discípulos, Jesús les dijo a ellos solos: «¡Felices los ojos que ven lo que ustedes ven! ¡Les aseguro que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que ustedes ven y no lo vieron, oír lo que ustedes oyen y no lo oyeron!»
En el evangelio de ayer (Fiesta de San Andrés: Mt 4,18-22), veíamos cómo el Señor llamaba a algunos apóstoles, Simón y Andrés y, luego, a los dos hijos del Zebedeo, a Santiago y Juan: los cuatro, dejando todo, lo siguieron: ¿qué es lo que dejaron? Las redes de pesca, es decir, todo lo que era necesario para su supervivencia y la de sus familias; se quedaron, como vulgarmente se dice, con una mano por delante y otra por detrás con tal de seguir a Jesucristo ¿Qué encandilamiento les supuso ver a Jesucristo que los llamaba a ser pescadores de hombres, que «inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron» (Mt 4,20), esto es, se pusieron a su servicio y escucha, a seguir sus huellas, todos ellos hasta morir como el Señor, dando la vida por él, derramando su sangre martirial como confesión en el Salvador de los hombres, su Señor y su Maestro?
Hoy, de alguna manera, siguiendo esa misma línea de pensamiento, asistimos a una escena que supone un mismo fondo espiritual: Jesús ha mandado a los setenta y dos discípulos a anunciar la Buena Nueva a las gentes de los pueblos por donde tenía pensado pasar él también. Los discípulos regresan exultantes, y Jesús no pudo contener las palabra de gozo que eso le proporcionó, pues «se llenó de alegría en el Espíritu Santo, y dijo: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los pequeños”». Hemos de resaltar varias cosas:
Jesús da gracias a su Padre. El hombre Jesús es consciente de que su Padre se ha lucido con el envío de los setenta y dos discípulos, y de su corazón, lleno de alegría por el mismo Espíritu Santo, brota una solemne acción de gracias. Pero, al mismo tiempo, ¿podemos imaginar cómo es esa relación trinitaria en que Dios da gracias a Dios, en que el Hijo, Dios, es agradecido con Dios Padre? Contenta en lo íntimo debió quedarse la Virgen María, al saber estas cosas, pues de hijos bien nacidos es estar agradecidos. ¡Cuántas veces haría Jesús lo mismo con su Madre y con San José, con sumo reconocimiento a sus padres! Y es que la gratitud es una cara de la humildad, que nos pone en nuestro sitio al hacernos comprender que no somos nada y Dios es «quien activa el querer y el obrar” (Flp 2,13).
Dios esconde estas intimidades a los sabios y entendidos. ¿Quiénes son estos sabios y entendidos? Son, en resumen, los autosuficientes y anárquicos, los que no dependen de nadie y se autorrealizan, al fin de cuentas, con el amor al dinero y los placeres de este mundo. El mismo San Lucas pone estas palabras en el corazón y boca de la Virgen María: Dios «dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos» (Lc 1,51): son los necios de antaño y de ahora, los que no necesitan que nadie les diga nada si no es un hipócrita halago, porque todo lo demás es fruto de sus propias fuerzas. ¡Qué estúpido fue aquel que había recogido una gran cosecha y pensaba en agrandar sus graneros, por lo que el mismo Jesús lo calificó así: «Necio, esta noche te van a reclamar el alma» (L 12,20): tus graneros llegarían a agrandarse, sí, y llenarse hasta arriba, mientras tú te vas a encontrar con las manos vacías ante el que te dio la cosecha, sin saber que el hombre llega a realizarse de verdad cuando entra en la adoración a Dios, amándolo sobre todas las cosas, pues «¿tienes algo que no hayas recibido? Y, si lo has recibido, ¿a qué tanto orgullo, como si nadie te lo hubiera dado? (1 Cor 4,7).
Es cosas se las revelado a los pequeños. El término griego (nepios-oi) es muy concreto: los menores de edad, los que no tienen nada, los que dependen de Dios para todo. Esto fue lo que provocó la alegría de Jesús a la vuelta de los setenta y dos, como se alegró la Virgen María «porque Dios ha mirado la humildad de su esclava» (Lc 1,47-48). Y así entramos en lo esencial de este evangelio: quien haya descubierto que es un verdadero «pequeño» es porque tiene clara conciencia de que es nada, algo muy difícil en el hombre, que siempre tiende a defender algo de su vida, de sus obras, etc., es decir, a mantener cierto tipo al menos. Ese nunca sentirá que escapa de sí con una fuerza centrífuga que pretende atraer a Dios. Es, precisamente, al revés: Dios se siente irresistiblemente atraído (fuerza centrípeta) por el alma que sabe que es la pura nada más el pecado (Santa Teresa de Ávila). Solo quien tiene esta conciencia que se acrecienta cada día más, a medida que se acerca al Espejo o Luz de Dios y ve cómo aparecen nuevos lunares, se refugia en su nada, que es lo que hace que Jesús no pueda contener su fuerza irreprimible como un imán potente que se siente atraído por esa alma: así, entre los recuerdo, San Francisco, San José Cupertino, San Martín de Porres, el Cura de Ars, San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Lisieux, Santa Faustina Kowalska, el Padre Pío…
Te deseo y deséamelo a mí ser uno de esos «pequeños»
Jesús Esteban Barranco