En aquel tiempo, dijo Jesús a Tomás: -«Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Nadie va al Padre, sino por mí. Si me conocéis a mi, conoceréis también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto.»
Felipe le dice: -«Señor, muéstranos al Padre y nos basta.»
Jesús le replica: -«Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mi ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: «Muéstranos al Padre» ? ¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, hace sus obras, creedme: yo estoy en el Padre, y el Padre en mí. Si no, creed a las obras. Os lo aseguro: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores. Porque yo me voy al Padre; y lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo.
Si me pedís algo en mi nombre, yo lo haré. »
COMENTARIO
“Estoy convencido de que soy un estorbo pero por la misericordia de Dios, lo haré bien”. Esto decía San Ignacio y lo podrían decir también los Doce Apóstoles que acompañaron a Cristo más de cerca en su vida mortal.
El Señor tuvo que sufrir la incomprensión de los suyos: ¿Tanto tiempo que estoy con vosotros y no me conocéis? Y también la nuestra. Dos mil años con El y no lo conocemos…
Tras aquel discurso memorable de la Cena en que El Señor les abrió los tesoros más íntimos de su Corazón y pasadas unas pocas horas, todos abandonaron al Señor en su pasión porque se olvidaron de quién era. Se dejaron llevar por la apariencia del momento y todo se les borró de repente. Olvidaron que había caminado sobre las aguas del lago de Galilea, se había abierto paso en Nazaret cuando querían despeñarlo, les había mostrado su gloria en el Tabor…
Y es que fácilmente olvidamos lo bueno y dejamos anidar el mal y lo negativo en nosotros. A medida que la persona se hace más de Dios lo positivo va tomando en ella un lugar cada vez mayor hasta hacerla divina e invenciblemente optimista.
Es esta una señal de que hemos resucitado con Cristo: nada ni nadie nos pueden quitar nuestra alegría. Los Apóstoles recibieron del Resucitado toda la fuerza para cambiar. Así también nosotros si queremos nacer de nuevo, tenemos que agarrarnos al Resucitado y no soltarlo nunca.
Cuando nos agarramos a Dios esto nos produce altura. Hay que hacer las cosas en Dios, con Dios y para Dios. Entonces todo se vuelve para nuestro bien, todo nos hace bien: lo dulce y lo salado.
Demos a Dios gracias por el hinchazón de pie, el café sin azúcar y la frase agradable. Eso es aceptar el mecanismo de la santidad, entrar en la dinámica pascual con paso firme y aceptar todo con amor. Así, sin darnos cuenta, vamos resucitando y la divinidad se va licuando en nosotros. No se trata de ser muy buenos o educados sino de que la divinidad se vaya licuando en nosotros.
El Santo tiene el sí en la boca para el beso y para la espina. Necesitamos a la persona antipática , a la que nos hace sombra…¡no nos están molestando sino santificando!
Es fácil acertar con el Señor porque Él es amor y pide amor. Hay que leer todas las tardes 1ª Cor 13 y sobre todo ir haciéndolo vida. La felicidad es el amor que yo doy, la felicidad es el amor que yo doy… repitamonoslo una y mil veces: ¡la felicidad es el amor que yo doy!
Vale más hacer algo muy pequeño con amor que grandes cosas sin amor. No se trata de intensidad ni de multiplicidad. No es eso, es sonreír a tu hijo y al gorrión que te saluda por la ventana con caridad. La caridad es un desplazamiento de tu yo y dejar a Dios que actúe. La caridad te va a matar como al Crucifijo pero esto produce una felicidad gigantesca.
Los ilustrados del siglo XVIII intentaron secularizar la caridad lanzando otros conceptos como la filantropía y el altruismo, pero la caridad es ser cauce del amor divino para todos. No es mera compasión sino que veo a Dios en el otro.
Para poder vivir esto hace falta estar enamorado de Jesucristo. El enamorado no está, está en otro mundo. Así es el que ama a Dios con todo su corazón.
Entonces empezaremos a conocer al Padre, se nos hará familiar y cercano. Y la ternura de Dios nos hará llegar hasta el final.
Tomás y Felipe fueron transformados por el Espíritu Santo y nacieron a una vida nueva de amor. El hombre viejo que moraba en ellos había muerto y ahora ambos respiraban en sus acciones el frescor y la brisa del Resucitado. Ya no les importaba morir, ya no había miedo, ya podían dar la vida porque la carne resucitada de Cristo les enseño un lenguaje nuevo, el lenguaje del amor hasta el extremo , hasta dar la vida por quien se ama.
¡Y qué fácil es todo cuando el Resucitado nos espera con los brazos abiertos! Ya podemos morir cantando, riendo porque en Cristo hemos triunfado.
Si Cristo en su Pasión fue tan hermoso ¡qué será en la Resurrección! El desea correr la losa de nuestro sepulcro de cada día, de nuestro dolor cotidiano y resucitarnos en el Reino del amor y de la vida . Pero para que El pueda hacerlo necesita que le abramos el corazón, necesita nuestro sí, necesita que, de verdad, queramos dejarnos entrar en su Pascua.