Cuando lean estas líneas, ya se habrá hecho público si esta película —seleccionada por España para los premios Óscar— ha sido nominada en la categoría de mejor película de habla no inglesa. No obstante, que el último trabajo de Icíar Bollaín consiga o no estar entre las cinco nominadas no debería condicionar su decisión de ir a ver esta interesante y valiente película. Pues lo cierto es que la cinta merece la pena, y mucho. Veamos por qué.
La acción arranca en los alrededores de Cochabamba, en Bolivia, a donde se desplaza en abril del año 2000 un equipo hispano de cine para rodar la historia del desembarco de Colón en América y lo que siguió a tal descubrimiento: la explotación de los recursos materiales de las Antillas, la práctica esclavitud a que se sometió a la población indígena y la enérgica reacción de unos pocos dominicos ante estos abusos. Pero el rodaje se complica cuando estalla “la guerra del agua”, que es como se conocieron las protestas por la privatización del abastecimiento del agua municipal en Cochabamba. A la tensión social, política y policial que se apodera de la ciudad en pocos días, se añade el hecho de que Daniel, uno de los actores locales —fundamental para la película—, se implica de modo activo en las protestas, poniendo en riesgo la finalización del rodaje e incluso su propia vida.
entre lo eterno y lo temporal
Como se puede deducir por la sola lectura del argumento, “También la lluvia” alberga tres películas en una: por un lado, está la película sobre Colón, los indígenas y la conversión de Las Casas tras escuchar el famoso sermón de Montesinos, que fue el germen del guión que Paul Laverty comenzó a escribir hace ocho años y que, en la película, Bollaín visualiza en imágenes de gran fuerza e intensidad. Por otro lado, está la película sobre la película, esto es, la película sobre la filmación de esta historia, que pivota sobre la figura del director del film — Sebastián, un joven e idealista realizador mexicano— y el productor de la cinta —Costa, un solucionador de problemas tan pragmático como falto de escrúpulos—. Pero, además, está la película social sobre la protesta por la subida de los precios del agua.
Lo cual sólo quiere decir una cosa, y es que estamos ante una película compleja. Compleja como reflejo de la Historia —que, ciertamente y en un sentido hegeliano, avanza a base de conflictos— y de la historia reciente, que muestra que la liberalización de servicios públicos no es un asunto neutro, meramente técnico o fácil de resolver. Posiblemente, la película sea compleja también como reflejo de conflictos personales entre Bollaín y Laverty —pareja en la vida real y padres de tres hijos—, el productor Juan Gordon —que ha hecho una apuesta monetaria arriesgadísima— e incluso los actores Luis Tosar y Gael García Bernal —a quienes toca interpretar personajes no siempre simpáticos.
Pero, en realidad, la película es compleja como reflejo de una tensión más profunda y más permanente entre el cine y la vida. La tensión que subyace al film es la misma que se adivina en estas preguntas: ¿Es el arte un lujo?, ¿es superfluo?, ¿podemos hacer cine cuando un pueblo no tiene ni agua? En el punto decisivo del film, Costa se ve en la tesitura de llevarse el equipo de rodaje a una población alejada del conflicto del agua o, por el contrario, ayudar a una madre cuya hija yace herida en un hospital en medio de Cochabamba. En la respuesta de Sebastián (“este conflicto pasará, pero nuestra película quedará para siempre”), se adivina la tensión a la que me refiero y que, formulada en forma de pregunta, sería: ¿Podemos aspirar a lo eterno cuando hay asuntos más urgentes?
Como se ve, no es una cuestión menor, pues la respuesta nos obliga a comprender quiénes somos y para qué estamos hechos, y a asumir que el ser humano es constructor de la Historia y transformador del mundo. Es decir, pareciera que lo primero a que está obligado el ser humano es a vivir y mejorar las condiciones de la existencia…; pero ¿podría hacerlo sin ideas y proyectos inspirados por la idea de un mundo mejor?, ¿no es precisamente el arte o la capacidad estética lo que posibilita imaginar esto?
una tensión no resuelta
La relación entre la vida y la ficción que aparece en el film es sumamente dramática, de ahí que las dos escenas clave, para quien esto escribe, sea, por un lado, el momento en que Antón se lamenta en su habitación de que en el guión no haya espacio para que su personaje, Cristóbal Colón, pueda expresar sus dudas y zozobras. Y, por otro lado, el momento escalofriante en que Sebastián explica a un grupo de madres indígenas que, en la escena que toca rodar a continuación, deben ahogar a sus hijos en el río y éstas se niegan. Por más que vayan a hundir muñecos bajo el agua, son incapaces de imaginar la sola idea de hacer aquello. Al no entender Sebastián su negativa, Daniel será firme: “hay cosas más importantes que tu película”.
Son dos escenas muy significativas. En la primera, se denuncia en cierto modo la limitación de la ficción para reflejar la vida con su infinita variedad y riqueza de matices. Parece como si la vida, tal como es, no puede traspasar a la ficción, que forzosamente debe simplificar las cosas. Pero, por otra parte, parece que tampoco la ficción puede acceder a ciertas partes de la vida, pues, como le ocurre a Sebastián, su empeño por registrar un hecho histórico cierto desde la ficción se topa con la negativa de aquellas mujeres y su convicción de que hay ciertas cosas que —por más que sean verdad— no merecen ser revividas ni representadas en cine.
Esta dicotomía entre cine o vida aparece por todas partes a lo largo del film. Y desde distintos lugares, todos eligen una u otra. Es la visión de las autoridades, que entienden que el cine tiene su espacio; pero, cuando se dice “¡corten!”, empieza la vida con sus exigencias (ver la escena en que arrestan a Daniel nada más terminar su escena). Es la visión del director del film, Sebastián, que lo expresa con claridad durante el “casting”, “la película es lo primero, siempre”. Es la visión de los actores, que, dependiendo de las circunstancias, eligen el cine (y se identifican con sus personajes de un modo apasionado) o la vida (pidiendo un billete para volver a casa cuando estallan las protestas). Es la visión también de los extras locales, que claramente eligen la vida, pues para ellos el cine es sólo un medio de conseguir dinero. Y, curiosamente, esta separación radical entre cine y vida la comparte la gente del oficio, obligada a elegir entre la profesión y la vida personal (“este oficio jode las familias”, dirá Costa, tras mencionar que tiene un hijo de 14 años a quien no conoce).
Esta tensión —fácilmente trasladable al problema de la relación entre pensamiento y vida— se presenta en el film como permanente y, afortunadamente, en la pantalla no se pronuncia ninguna solución teórica a este problema. Pero sí se soluciona de un modo existencial. Es decir, se ve que sí cabe una síntesis entre cine y vida. Y se ve, sobre todo, en aquellas secuencias donde queda claro que el cine afecta a la vida: la escena de las madres en el río o el visionado del material diario por parte de Belén, la hija de Daniel, y su reacción a la escena en que ella aparece (“es una escena triste pero interesante”), donde se advierte que la niña no separa cine y vida, sino que las une (es una escena triste por lo que cuenta, pero interesante por lo que me ilumina en mi propia vida).
perfiles de acuarela
El único reparo que cabría poner al film es que, aunque la historia tiene interés humano y social y su argumento “engancha”, el dibujo de los personajes principales no está tan logrado como cabría esperar. Ciertamente, se ve una evolución en Costa, que pasa de considerar que el conflicto del agua (“no es mi problema”) a atender la petición de una madre que le reclama (“sólo tú puedes ayudarme”). También se observa una cierta involución en Sebastián, que empieza siendo idealista (quiere rodar la historia de la voz de la conciencia contra un imperio), un tanto ingenuo (“hay que contar todo lo que pasó”) y acaba aislado del resto.
Pero la relación que debía quedar mejor perfilada y que más atrae al espectador, que es la de Costa con Daniel, apenas está sugerida por miradas y unos pocos diálogos cortantes y tirantes, con lo cual no se observa ni es creíble el surgimiento de una amistad en ellos que justificase de algún modo el abrazo final con que se despiden. Y, lo que es peor, esta falta de desarrollo en los personajes debilita el momento crucial del film —cuando Teresa ruega la ayuda de Costa para ir a buscar a su hija herida—, pues parece que, de repente, Costa reniega de su “viejo yo” para adoptar una postura comprometida ante la realidad, que no está del todo justificada por sus actos anteriores.
En todo caso, se trata de un defecto no menor, pero sí sobradamente compensado por la puesta en escena, la siempre evocadora música de Alberto Iglesias y las excelentes interpretaciones de Karra Elejalde y Luis Tosar.