“Irremediable es tu quebranto, incurables tus heridas, no hay medicina que pueda detener la muerte que tiende sus brazos hacia ti…” (Jr 30,12-13). Así es como Jeremías describe la situación, dramática hasta lo indecible, en que ha quedado el pueblo de Israel por haber dado crédito a los profetas falsos, aquellos que saben halagar los oídos de impiedad al tiempo que dan la espalda a Dios, cuya palabra engendra vida. En términos no menos estremecedores se expresa Isaías y por idénticos motivos: «Han dejado a Yahvé, han despreciado al Santo de Israel, se han vuelto de espaldas… De la planta del pie a la cabeza no hay en él cosa sana: golpes, magulladuras y heridas frescas, ni cerradas, ni vendadas, ni ablandadas con aceite. Vuestra tierra es desolación, vuestras ciudades, hogueras de fuego…” (Is 1,4-7).
Este es el problema del hombre que vive abrazado a la mentira. Se cree capacitado para encontrar la vida hasta que, tarde o temprano, la impiedad a la que sirve le muestra su verdadero rostro. Su almibarada sonrisa se va deformando dando lugar a afilados colmillos que le desgarran. Imagen fidedigna de este servilismo cuyo salario son heridas de muerte (Rm 6,23) como diría San Pablo, son aquellos profetas de Baal a los que Elías, fiel profeta de Yahvé, desenmascaró: «Invocaron el nombre de Baal desde la mañana hasta el mediodía diciendo: ¡Baal, respóndenos! Pero no hubo voz ni respuesta… Llegado el mediodía, Elías se burlaba de ellos y decía: ¡Gritad más alto, porque es un dios; tendrá algún negocio, le habrá ocurrido algo, estará en camino; tal vez esté dormido y se despertará! Gritaron más alto, sajándose, según su costumbre, con cuchillos y lancetas hasta chorrear la sangre sobre ellos» (1 Re 18,26-28).
Ayer fueron los profetas de Baal, hoy son tantos y tantos descendientes suyos que embarcan al hombre, hambriento de felicidad y de vida, en un viaje a ninguna parte dejándole tirado cuando las heridas de sus desengaños y frustraciones ya no le mantienen en pie. Eso es exactamente lo que el Príncipe de este mundo (Jn 12,31) hace con el hombre una vez que lo seduce: lo deja a su suerte.
porque es eterno su amor ¡Aleluya!
Claro que Satanás no cuenta con una particularidad de Dios, que echa por tierra sus clamores de victoria sobre su presa. No repara en que los ojos y el corazón de Dios son misericordiosos y compasivos. ¡Eterno es su amor !, proclaman, uno tras otro, los profetas del pueblo santo. ¡Eterno es su amor!, proclama la asamblea litúrgica de Israel una y otra vez, hasta llegar a veintiséis repeticiones, cuando canta festivamente el Salmo 136. ¡Eterno es su amor! No es una fórmula utilizada por los liturgistas para adornar sus celebraciones de fe en el Templo. No, no es un adorno, es su radical experiencia de Dios.
¡Eterno es su amor!, proclama Isaías, como si fuera una atalaya que anuncia la retirada del ejército enemigo, al profetizar que el futuro Mesías llevará sobre su cuerpo las heridas que la Mentira, a la que el hombre ha servido, ha infringido en su cuerpo y en su alma. Él, el Mesías, hará suyas nuestras heridas, grita el profeta.
«Eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba. Nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado. Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. Él soportó el castigo que nos trae la paz… Todos nosotros como ovejas erramos, cada uno marchó por su camino, y Yahvé descargó sobre él la culpa de todos nosotros» (Is 53,4-6).
Él, el Mesías, es el enviado por Dios para vendar nuestros corazones rotos, heridos y atravesados, plagados de heridas siempre retroalimentadas, que nunca terminan de cicatrizar. Él, el Mesías, las vendará; las lavará con aceite (Lc 10,34…) hasta que cicatricen… A cambio, Él expondrá su cuerpo al mal dejándose traspasar pies, manos, costado y corazón.
volvieron curados
“Es eterno su amor”, canta la Escritura intermitentemente, como hemos podido observar. “Es eterno su amor”, cantan sin cesar todos aquellos a quienes las heridas abiertas del Hijo de Dios han actuado como medicina hasta curar y cicatrizar las suyas. Admirable, inaudito intercambio; de la herida abierta del costado del Señor Jesús -nos centramos en ésta para representar a todas-, herida no vendada ni cicatrizada, fluyen las aguas vivas del Evangelio de la Gracia (Hch 20,24), de la Paz (Ef 6,15) y de la Salvación (Ef 1,13). Evangelio que configura, recrea e inmortaliza al hombre que bebe de su torrente.
Como dicen los Padres de la Iglesia, el Evangelio contiene en sí la fuente de la salvación, el hontanar de la vida de Dios, tantas veces anunciado por los profetas; el torrente del que bebemos los hijos de Dios en nuestro camino hacia el Padre (Sal 110,7). Su Hijo, el primero que bebió las Aguas de la Vida que fluyen del seno del Padre, se dejó abrir en la cruz para que, bebiendo de la fuente de su costado, pudiéramos saborear a Dios.
Solo cuando ya hemos empezado a saboreado, a gustarlo en nuestro interior, nace en nuestras entrañas el impulso irresistible de continuar bebiendo la delicia de sus amores que brotan de su Herida. Es entonces cuando la misión del Hijo se abre en miles y miles de pequeños ríos que fluyen desde las heridas de los discípulos -también ellos han sido atravesados por las lanzas del mundo- y que son medicina para sus enemigos. Ríos que alegran la nueva ciudad de Dios: el mundo entero.
Estos discípulos llevan sobre su alma el amor eterno de Dios que proclaman los salmos. Al igual que su Señor, Maestro y Amor imperecedero de sus almas y de todo su ser, curan las heridas del mundo. Nadie les obliga, y es que el amor tiene en ellos como una fuerza de gravedad que les empuja hacia los predilectos de Dios: los que abundan en lágrimas y humillaciones: «Fortaleced las manos débiles, afianzad las rodillas vacilantes. Decid a los de corazón intranquilo: ¡Ánimo, no temáis! Mirad que viene vuestro Dios… Entonces se despegarán los ojos de los ciegos, y las orejas de los sordos se abrirán. Saltará el cojo como ciervo, y la lengua del mudo lanzará gritos de júbilo…” (Is 35,36).
Las entrañas de compasión y misericordia, más aún, su capacidad de curar al hombre, no les han sido dadas al discípulo desde su nacimiento como el que nace con aptitudes para la música, poesía, etc. Son dones que nacen de la fuente de vida del Crucificado, cuya eficacia salvífica se hizo visible, ya entonces, en aquellos que bebieron de ella, y sigue haciéndose visible de generación en generación.
No estamos hablando de algo hipotético, y menos aún teórico, que poco tiene que ver con la realidad que nos rodea. Estamos haciendo referencia a acontecimientos de salvación que acompañan la historia del hombre. Acontecimientos que se desprenden todos ellos del Acontecimiento por antonomasia: el que tuvo lugar por medio del Hombre-Dios que se dejó levantar en la cruz y atravesar por la lanza de un soldado. Al tiempo que se abre la herida en su pecho, se van curando una a una las heridas de quienes le levantaron, los que zarandearon su alma con toda clase de burlas e infamias. El signo visible de la curación de estos y de todos los enemigos de Dios, nos viene ofrecido por Lucas: “Todas las gentes que habían acudido a aquel espectáculo, al ver lo que pasaba, se volvieron golpeándose el pecho” (Lc 23,48).
He ahí el hombre curado de sus heridas. Ante la visión del Cordero traspasado, ante la majestuosa figura del Inocente, ultrajado como culpable, los asistentes al Calvario empezaron a curarse. La jactancia se convirtió en vergüenza, el griterío en silencio, los puños amenazadores en golpes de pecho; fue ahí cuando llevaron sus manos hacia su corazón en señal de dolor y arrepentimiento, cuando se dieron cuenta de que sus viejas heridas, aquellas tan rebeldes a toda medicina como nos decía Jeremías, habían cicatrizado.
un publicano en oración
Nadie mejor que uno mismo para cerciorarse de que está curado, nadie mejor para tomar conciencia de que todo lo que le atormentaba, la fuente de sus amarguras e insatisfacciones, se ha secado. Así, con estas certezas, volvían aquellos que habían ido al Calvario a divertirse, a olvidarse por unas horas de sus frustraciones. Habían acudido con ánimo de sensaciones fuertes, a ver un “espectáculo”, como puntualiza Lucas. Con su presencia y jaleos, participaron de la Herida. No, no hubo castigo para ellos. Él, el Hijo de Dios, fue herido, al tiempo que ellos sanaban. Sus golpes en el pecho eran el testimonio fehaciente de que su carne estaba intacta, no había en ella nada magullado o tumefacto. Como muy bien escribirá Pedro años más tarde, “todos hemos sido curados con sus heridas” (1 P 2,24)
Alguien podría preguntarse si hay realmente una relación entre golpearse el pecho de los asistentes, a la ejecución del Hijo de Dios, y la cicatrización de sus heridas. Quizá se podría objetar que no existe tal relación, y que estamos, en cierto modo, manipulando este pasaje del Evangelio con la intención de sacar conclusiones que en realidad no se corresponden con el acontecimiento en sí.
La objeción sería totalmente válida si el golpearse el pecho de esta multitud fuese un caso aislado sin ningún precedente en el Evangelio. Antes de seguir adelante, recordemos que los santos Padres de la Iglesia nos instruyen al decirnos que las Sagradas Escrituras se interpretan con las mismas Escrituras; es decir, con sus contextos o textos paralelos. Teniendo esto en cuenta, nos acercamos al precedente que sí aparece, y con toda evidencia, en alguien que, golpeándose el pecho, es curado y justificado por Dios. Me estoy refiriendo al publicano citado por Jesús, que, juntamente con un fariseo, subió al Templo a orar (Lc 18,9-14). No vamos a extendernos en la exégesis de esta parábola bellísima de nuestro Señor Jesucristo. Nos fijamos simplemente en dos puntos.
El primero, la actitud del publicano ante Dios, con quien está hablando. No sale de su boca una cascada de rezos. Palabrería, llama a esto Jesús en su catequesis sobre la oración en el Sermón de la Montaña: «Y al orar, no charléis mucho, como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados» (Mt 6,7). No, no hay en este hombre verborrea alguna. Apenas se limita a implorar a Dios el perdón de sus culpas al tiempo que se golpea en el pecho: «¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!» (Lc 18,13).
El segundo punto es la respuesta que Dios da a la súplica presentada por este hombre orante que, al confesarse pecador, pone de manifiesto sus heridas ante el único que las puede curar. Respuesta que conocemos por el mismo Jesús, quien dice de él que salió del Templo justificado, término que, en su sentido más profundo, tiene que ver con el verbo ajustar. Lo que Jesús está diciendo es que este hombre salió «ajustado a Dios», es decir, en comunión con Él. Se dirigió a su casa totalmente curado de las heridas que la misma vida, con todas sus idas y venidas, se había encargado de abrir en su ser; heridas que, por la lejanía de Dios, se habían vuelto insoportables.
Este hombre, el publicano, es el precedente no solo de aquellos que se curaron por obra y gracia del Crucificado, sino de toda la humanidad doliente a quien el Señor Jesús ha venido a sanar. Sus golpes de pecho son signo y señal no solo de su arrepentimiento, sino del nuevo hombre que ha nacido en él.
Yo mismo en persona iré al encuentro de mis ovejas y curaré a las heridas y enfermas, había dicho Dios a su pueblo por medio del profeta Ezequiel (Ez 34,15-16). Lo dijo y lo hizo. Se encarnó, fue crucificado y se dejó atravesar el costado. Allí, desde lo alto, manó el río de salvación que viene al encuentro de nuestras heridas, tal y como lo había prometido.