En este artículo quisiera ahondar en esos superhéroes normales, los de andar por casa, esos con los que nos cruzamos en el ascensor, o en el autobús, y que son más de los que nos imaginamos.
Sin más preámbulos, traigo aquí el caso de mi vecina Lola, la que nos compró nuestra anterior casa. Mujer robusta y guapa, pero sobre todo, con corazón. Fue novicia en un convento, y se salió porque “le tiraba el mundo”, me dijo. Lola tiene esa fe vasta, enraizada en la lucha diaria, lo que se suele llamar, la fe del carbonero, dicho sea con todos mis respetos. Y cuando hablábamos -ahora vive fuera, y ya no la veo-, casi invariablemente, a lo largo de la conversación surgía el tema «Dios», entonces, con esa fuerza interior de la que hace gala, me decía: “Yo, al principio del día, le digo a Dios: Todo, lo bueno y lo malo, para arriba te lo mando”. Y así daba por zanjado el asunto.
Lola tiene siete hijos ya mayores, y tuvo un marido alcohólico que se quedaba sentado en la escalera,sin rechistar, esperando a que su mujer fuera a por él. Ella me confesó un día, que le limpiaba de arriba abajo, cuando subía bebido a casa, porque ya su mente no controlaba sus reacciones fisiológicas.
Este hombre era educado y amable en el trato, y había sido profesor de universidad. Ahora, convertido en guiñapo, su mujer lo cuidaba con un cariño estremecedor. Murió de cirrosis hace ya unos cuantos años, pero a Lola jamás le oí una queja. Esta misma mujer, tras morir su marido, acogió en su casa durante unos dos meses, a unos emigrantes que dormían en la calle, y que se sentaban en un banco, delante de nuestro portal. “Me dieron pena”, fue su somera explicación.
¿De dónde le venía la fuerza? La fuerza le venía de Dios.
Lola sonreía mucho, y sus ojos declaraban que estaba viva. Como ella, he conocido y conozco a otras personas sorprendentes, como Carmen Ayuso, que debe rondar ya los noventa años, y sigue yendo a la parroquia apoyada en su bastón… con una beatitud… el Espíritu Santo le brota por la cara.
Si hay una demostración palpable de que el espíritu de Dios, existe, está en ella. Irradia paz. Tiene, además, entre otros dones, el del consejo y la sabiduría. Mi hermana, que conoce bien a Carmen, porque ha estado en el grupo de teatro que ella dirige, me dice a menudo: «Esta mujer es sabia». Cuando me la encuentro por la calle, más tarde o más temprano, me da una Palabra. Es como si cogiera mis preocupaciones, y a renglón seguido, les colocara al lado un pasaje del evangelio. Y todo esto, lo aterrizara en cosas concretas.
Un día le conté que pasábamos mi marido y yo por una mala racha, que no me sentía querida, que nuestra relación era fría… Ella me dijo: “Ten detalles de amor con él. Cuando llegue tu marido a casa, sal a la puerta a recibirle… dale un beso. Tenle preparada una sonrisa. Y hablad, hablad mucho…”
Carmen ha tenido once hijos, “dos ya están en el cielo”, me comentó una vez. No ha trabajado nunca fuera de casa, pero ha sabido hacer fructífera su vida. Su casa siempre ha estado abierta a todo aquel que la ha necesitado. Carmen es como el árbol plantado junto a corrientes de agua, que está lozano y frondoso, a pesar de los años. «Y vienen los pájaros a anidar en él». Cuando rezo este salmo, muchas veces me acuerdo de ella.
Además del grupo de teatro, dirige los cursillos prematrimoniales, y a los novios les dice, entre otras cosas: “Amaos mucho, y sobre todo, poned a Cristo en el centro de vuestras vidas”. Al sacerdote del equipo de cursillos, no le duelen prendas, a la hora de hablar de esta mujer. “Acercaos a Carmen. No perdáis ni una palabra. Pedidle consejo, abridle vuestro corazón”
-¿Por qué?- decían los novios.
“Porque es una santa”, palabras textuales.
«No sé ni cómo se sostiene. Tiene unos dolores fortísimos, y aquí está, dando el cursillo».
Fue en esta ocasión cuando me enteré que Carmen sufre unos dolores terribles por todo el cuerpo, ahora mismo no sé decir exactamente qué es lo que le pasa, pero… ahí está, llevando la cruz con paz. Dándole un sentido trascendente. Y sin “pasar los papeles”, asumiendo que la vida merece ser vivida en todas sus facetas. Y dándose hasta la última gota de sangre… Igual que Juan Pablo II -al que acabo de recordar ahora mismo-.
El marido de Carmen murió hace unos años, y un día, al preguntarle por la calle, que cómo estaba ella, me comentó lo siguiente:
«Ni siquiera la barrera de la muerte ha podido con el amor que nos tenemos”.
Podría hablar de otras personas, aquí, de Diego, de Joaquín, de Elvira y Jaime, de Lourdes, de Conchita… la lista es interminable. Son personas que han cogido su vida en peso, y han hecho de ella una historia de alabanza. Pero no os quiero cansar más. Será en otra ocasión.