«En aquel tiempo, se acercó a Jesús un hombre, que le dijo de rodillas: “Señor, ten compasión de mi hijo, que tiene epilepsia y le dan ataques; muchas veces se cae en el fuego o en el agua. Se lo he traído a tus discípulos, y no han sido capaces de curarlo”. Jesús contestó: “ ¡Generación perversa e infiel! ¿Hasta cuándo tendré que estar con vosotros? ¿Hasta cuándo os tendré que soportar? Traédmelo”. Jesús increpó al demonio, y salió; en aquel momento se curó el niño. Los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron aparte: “¿Y por qué no pudimos echarlo nosotros?”. Les contestó: “Por vuestra poca fe. Os aseguro que si fuera vuestra fe como un grano de mostaza, le diríais a aquella montaña que viniera aquí, y vendría. Nada os sería imposible”». (Mt 17,14-20)
Bajaba de la montaña, donde Pedro, Santiago y Juan vieron su gloria de luz, y en la Nube escucharon la voz del Padre que les dijo quién era su Hijo, el Amado, su proyecto terminado de hombre, regalándoles, además, el mejor instrumento que tenemos aún para ser Iglesia y cuerpo suyo, el don enorme de escucharle —mandato y fundamento de la fe—. Llegando al llano, donde estaba esperando la gente, un hombre sencillo, con más amor de padre que creencia firme, salió de entre los pobres, se arrodilló, y se atrevió a presentar en público a su hijo epiléptico, con todo el sufrimiento que durante años estaba soportando la familia. Para los tres sinópticos, la transfiguración y el episodio del lunático son dos caras del mismo mensaje, tu señorío, Jesús de nuestra fe, sobre todo lo humano, incluyendo la enfermedad y la muerte.
Pobre hombre. Solo quería que curases a su hijo, pero como habías hecho otras veces —y sigues haciendo para probar la fe de los que amas—, lo primero que recibió fue un enorme latigazo: «¡Generación perversa e infiel!”. ¿Acaso no sabías Tú, que conoces el corazón humano, lo que estaban sufriendo? ¡Claro que lo sabías! Pero acababas de decirle a tus acompañantes al Tabor que el Hijo del hombre tiene que sufrir mucho, porque se había encarnado en su dolor, y allí, a tus pies, tenías ahora una muestra del estado caído de la gente. Los escribas y jefes del pueblo solo habían usado aquel sufrimiento para destacar que ellos eran mejores que cualquier hombre de la tierra, más sabios que tus discípulos y que Tú mismo.
Cuando te vieron bajar del Tabor, con jirones de luz sobre tu cuerpo, que transparentaba aún algo de su gloria, los otros discípulos se quitaron de en medio. No habían podido curar al muchacho ni dar satisfacción a sus padres, y el fracaso ante el pueblo, con los escribas y fariseos acosándolos para su descrédito, era manifiesto. Quizás la reprimenda y la explosión de tu hartazgo ante aquella falta de fe no fuese para el padre solo, pero él fue el que la soportó en primera línea.
Generalmente, este pasaje se titula “El endemoniado epiléptico”, “El muchacho lunático”, o algo parecido, pero, en realidad, el muchacho no es el protagonista —aunque está claro que lo fue del amor y cuidado de sus padres durante muchos años. El auténtico protagonista es el padre. ‘Uno del pueblo’, uno entre la gente, donde se encuentra lo más sano del amor. El muchacho aparece mudo, y hasta que se marcha sano, de su boca lo único que salió fueron espumarajos y gritos. El que habla, el que suplica, al que se le regaña por su falta de fe, y el que se humilla y la pide a gritos hasta conseguir la interacción sinérgica que buscaba de Jesús, es aquel hombre que venía a pedir sencillamente la salud de su hijo. Vino, como hacían otros muchos, de la región con sus enfermos, y fue puesto personalmente en evidencia por su falta de fe. Pero supo antes que Pablo, que el amor todo lo puede, todo lo supera, todo lo soporta… Y esta vez, Jesús del amor inmenso, la humildad te puso a Ti una trampa en la que siempre caes. Nos lo cuenta Marcos, el evangelista de la gente, y más prolijo en detalles. «¡Ayuda tú mismo mi falta de fe!» (Mc 9,24). Arrodillado a tus pies te lo pidió, y le diste algo más que un grano de mostaza. Y se movió aquella enorme montaña de sufrimiento que llevaba a cuestas. Y aprendieron los tuyos que la fe abre la puerta a la armonía, a la salud, al perdón, al encuentro. Y creyeron en ti.
Vale la pena recibir tu regaño para escuchar tu llamada a la cercanía: “¡Traédmelo!”. Al demonio en cambio —fuese lo que fuese— con solo increparlo, salió huyendo, junto con escribas y fariseos, casi matando al niño en su huida, pero dejando sitio a la salud de tu Palabra. El padre humilde perseveró a tus pies, obteniendo respuesta para su familia y para toda la Iglesia: “Si tuvierais fe … ¡nada os sería imposible!”. Pronto descubrirían que esa fe en ti es el mayor regalo de tu Encarnación, y conocerte con ella, es la obra del Padre, que hace crecer la pequeña semilla que sembraste. Por eso es perfecta la oración de aquel hombre que nos cuenta Marcos: “¡Ayuda tú mi falta de fe!”. Buena jaculatoria, y Buena Noticia, para que el calor y la locura de este verano no nos revuelque, como pobres lunáticos, por el fuego del odio y las aguas fecales de la impiedad reinante, que, ¡oh maravilla!, mutuamente no se apagan sino que se estimulan.
Pegados a Cristo, digámosle a los hermanos alunizados por el mundo: “Trasládate desde ahí hasta aquí, desde la impiedad hasta la fe”. Sería el fin de todos los demonios que han vuelto a salir de los abismos.
Manuel Requena