Mt 4 1 Entonces Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por él.
El pequeño espacio de esta página, solo puede ser una ventana hacia el paisaje, inmenso
por su mensaje, de la estancia de Jesús en el desierto. Cada uno puede abrir la puerta, y
salir a la realidad de la Palabra, como hacen los evangelistas que lo cuentan.
Es dicente el verbo que elige Mateo -única vez que lo usa-, para proclamar la acción del
Espíritu sobre Jesús: («anago»), «levantar, elevar, dirigir hacia arriba…», y el tiempo en que
lo usa, –aoristo pasivo–, un pasado cuya acción se reproduce en el presente. En ese
mismo pasaje, para describir la otra acción ‘transportadora’ alucinante del tentador, Mateo
usa el verbo paralambano: llevar consigo, transportar físicamente.
El verbo, anago, que usa para la ‘subida’ al desierto, –lugar seco, sin agua, solitario–, es
también, paradójicamente, un término náutico. Lo usa mucho Lucas en los Hechos, (15
veces), con sentido de embarcarse, zarpar, salir del puerto hacia lo desconocido. ¿No
será eso lo que quiere decirnos Mateo? Salir a la soledad del desierto, dejándolo todo, y
despreciando placeres, poderes, riquezas, es como embarcarse en la aventura de
salvación. Le pasó a Israel, le pasó a Jesús, y nos pasa a cada uno de nosotros cuando
dejando la seguridad del puerto y el lugar habitado de nuestras rutinas, salimos hacia la
acompañada soledad del Espíritu, donde el alimento y la bebida será la Palabra.
Jesús no salió al desierto cuando nadie lo conocía, sino cuando su éxito, en aquellos
círculos de conversión y búsqueda de Dios, estaba asegurado. El prestigioso Juan
Bautista, lo había señalado con el dedo, el Padre había dado testimonio, «Tú eres mi Hijo
amado», y el Espíritu lo había identificado, posándose sobre Él. Pero Jesús, a pesar de
esos signos, subió al desierto, solo. ¿Qué nos quiso enseñar? Sabía que cada minuto de
su día entre nosotros, era salvífico, y se fue cuarenta días con sus cuarenta noches, a
pasar hambre en soledad. Quizás la explicación esté en la acción del Espíritu. Para Mateo
son diametralmente diferente la del Espíritu de Dios y la del diablo, aunque los dos parece
que arrebatan «hacia arriba», hacia la cima del templo, o del monte más alto.
En el mismo pasaje, Mateo diferencia la humilde ‘subida’ al desierto del Espíritu Santo
(anago), empapando de Palabra, de la espectacular acción de transporte del tentador
diabólico. (Mt 4,5.7) Incluso usa otro verbo (paralambano). Una cosa es subir a la altura
del cielo, y otra a lo alto de un cerro, aunque pareciese el más alto de la tierra. Una cosa
es tener hambre y sed de Dios, y otra cosa es pretender ser el dueño de todo poder, gloria
y justicia humana con solo una palabra o una postración. El contraste lo explicará el
evangelista unos versículos adelante, cuando Jesús, subió por su pie a la montaña
–espiritualmente la más alta que haya existido nunca–, y proclamó la esencia de su
Reino: «Bienaventurados los pobres del Espíritu, porque suyo es el reino de los cielos,…
los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán hartos…» (Mt 5-6-7).
La obra de Dios, se abrirá enseguida en predicación y milagros en beneficio del
pueblo,–no de sí mismo–, y en la cumbre del «sermón de la montaña», como consagración
del Reino la Palabra, para todos los pueblos de la tierra (Mt 4 y 5). La fuerza atractiva del
diablo terminaría en lo más alto del misterio del poder humano, y crisol de toda fuerza, la
altura de la cruz, sello inconfundible del Reino del Amor. Allí, el propio cuerpo y sangre de
aquel eremita, Jesús, quedarían hechos alimento para la vida eterna, y saciedad del
hambre que produce la búsqueda.
El diablo sabía que a Jesús le gustaba el pan, le gustaba la gloria de los montes muy
altos, –hoy sabemos que son signos del Padre–, y sobre todo le gustaba la palabra que
dice lo que es, y lo que no es. Era su propia esencia. Y en esas cosas fue tentado por el
diablo, pero muy chapuceramente. Sólo un político soberbio, habría caído en aquella
mendaz proposición, que apestaba a azufre.
Después, Jesús caería y entregaría la vida en la gran tentación, la del amor. Sabía que
llegar a dar la vida por la persona amada, contenía la ineludible recompensa de la unión.
Y Él la dio. Los cientos de miles de millones de hombres y mujeres que formamos el
cuerpo de su esposa la Iglesia, a lo largo y ancho de toda la historia humana, sabemos
que la dio, para que vivamos en El, como su compañera eterna, sin tiempo y sin espacio.
Jesús, como definitivo Adan, cayó en la llamada del amor.
Manuel Requena