Presentamos la figura de Moisés, su experiencia de Dios, que, si bien es cierto que lo acompaña a lo largo de la misión recibida en la teofanía de la zarza ardiente, alcanza, podríamos decir, su culmen en el Sinaí. Es en la cima de este monte donde Moisés —su humilde siervo, máximo profeta y legislador— quedó transfigurado por haber hablado cara a cara con Dios.
Recordemos que Moisés recibe el mandato de Dios de subir al Sinaí a fin de poner en sus manos las Tablas de la Ley. No parece que vaya a ser un encuentro grandioso ni espectacular, ya que Dios le hace saber que será en el marco de una densa nube, «un cerco de tinieblas», como explicitará el salmista, dando así a este encuentro un matiz enormemente catequético en lo que respecta a la fe adulta (Sal 18,12). Es un encuentro en el que no solo tiembla el Sinaí, sino también el pueblo entero que espera en la llanura: «Al tercer día, al rayar el alba, hubo truenos y relámpagos y una densa nube sobre el monte y un poderoso resonar de trompeta; y todo el pueblo que estaba en el campamento se echó a temblar» (Éx 19,16).
Sin embargo, para temblores los de Moisés. Asciende al monte casi maldiciéndose a sí mismo por haber aceptado la misión que Dios le ha confiado. La ha acogido con generosidad, y ahora resulta que lo emplaza para un cara a cara en una cima tan inhóspita como tenebrosa. Nadie, absolutamente nadie lo acompaña; el pueblo entero ha quedado atrás por orden expresa de Dios. Sube solamente con la Palabra dada por Él. No tiene otro apoyo ni garantía que esta Voz. «Llamó Yahvé a Moisés a la cima de la montaña y Moisés subió» (Éx 19,20b). Subió hacia Dios solo, completamente solo.
“yo busco tu rostro, Señor, no lo apartes de mí”
Moisés se nos presenta como figura —aún velada como todas las del Antiguo Testamento— de la fe adulta, la que no deja de crecer, en contraposición a la fe infantil, la estática, la que se fosiliza al pie del monte. Moisés representa a los buscadores verídicos de Dios, aquellos hombres y mujeres cuyo espíritu inquieto es incompatible con el conformismo paralizador. Representa a aquellos que el Hijo de Dios llamaría «buscadores honestos, en espíritu y verdad» (Jn 4,24).
Espíritus tan inquietos y ambiciosos que no se contentan con un Dios difuminado en la lejanía, con todos los peligros que ello conlleva dada nuestra querencia para imaginar y fantasear acerca de lo que, por estar más allá de nuestra percepción, escapa a nuestro conocimiento y comprensión. Los buscadores de Dios a los que me refiero son hombres y mujeres que arriesgan todo en esta su pesquisa; al igual que Moisés que, aun con sus miedos, desafió el cerco de tinieblas que cubría el lugar escogido por Dios para encontrarse con él. Dios así lo quiso porque solamente de este modo Moisés podría constatar por sí mismo si las tinieblas a las que se dirigía no contenían más que la ausencia de Dios o, por el contrario, se allegaría en un cara a cara con Él.
A este respecto hay que señalar que, de la misma forma que es Dios quien toma la iniciativa con Moisés invitándole a subir al Sinaí para provocar el encuentro, también la toma con cada persona que «tiene tiempo para su alma». Me refiero a aquellos que tienden su oído para escuchar la Voz que resuena ininterrumpidamente en su interior apremiándolos, al igual que a Moisés, a un cara a cara con Él: «Dice de ti mi corazón: Busca su rostro. Sí, Yahvé, tu rostro busco: no me lo ocultes» (Sal 27,8).
A estas alturas podemos afirmar que nadie como Moisés, y tantos hombres y mujeres que encontraron tiempo y espacio en su vida para oír y leer los gritos de su alma insatisfecha, vieron colmadas sus aspiraciones. Fueron justamente sus gritos interiores los que empujaron y dirigieron sus pies hacia la cima de su propio Sinaí; ascendieron, a veces a tientas, y se encontraron «inexplicablemente» con Dios, con la Presencia, la que sus corazones hambrientos e incompletos reclamaban.
¿por qué te inquietas alma mía?
Al encontrarse con Dios descubrieron también «su lugar» en Él. Fue un peregrinar duro, inimaginablemente penoso. Ni mapas, ni croquis alguno en sus manos. Expuestos a todos los desconciertos y dudas posibles, continuaron su ascenso aferrándose casi locamente a una intuición que, creciendo, llegó a ser Palabra: ¡Busca mi rostro! Expuestos en definitiva al peor de los fracasos: que al final de todo Dios no fuese más que un espejismo. Posible locura que hizo retorcerse de angustia al profeta Jeremías: «¡Ay! ¿Serás tú para mí como un espejismo, aguas no verdaderas?» (Jer 15,18b).
Todos los buscadores de Dios han sufrido en su alma los crueles zarpazos del ateísmo: todos se vieron zarandeados inmisericordemente al borde del abismo de la nada; ese abismo que arroja sin compasión hacia otro mayor (Sal 42,8). He ahí a hombres y mujeres expuestos a todo tipo de neurosis, desnudos de todo como los lunáticos. Mas, he ahí también hombres y mujeres tan grandes, tan enormes que no caben en ningún sistema que no abarque «la medida» de Dios. Hombres que solamente encajan en los confines ilimitados del santo Evangelio. Hombres y mujeres que, irreductibles a los estrechos límites de «la gloria dada por el mundo» (Mt 4,8), solo se conforman y satisfacen con «la anchura, longitud, altura y profundidad del amor de su Señor» (Ef 3,17-19).
Al igual que Moisés, los buscadores de Dios se adentran en las tinieblas, las asaltan y las disipan con las armas de su audacia amorosa. Apoyados en Dios, que ilumina toda oscuridad, escalan el cerco, la muralla que pretende cortar sus pasos, su búsqueda: «Tú eres, Dios mío, mi lámpara, el que alumbra mis tinieblas; con tu ayuda acometo las hordas, con mi Dios escalo la muralla» (Sal 18,29-30).
Asaltada, pues, la fortaleza en cuyo seno se dirime la existencia o no del Dios vivo, ya solo queda por descubrir si en su interior habita la Nada o el Todo, la Oscuridad o la Luz. Dejemos que sea el salmista quien nos dé su propio testimonio de lo que encontró en el interior de esta fortaleza: «¡bendito sea Dios que me ha brindado maravillas de amor en ciudad fortificada!» (Sal 31,22). De esto se trata. No es cuestión de lamentarnos por la ausencia de Dios, sino de adentrarnos en nuestra noche hasta que los ojos interiores del alma, como dice san Jerónimo, den con Él. Se llega entonces al cara a cara con Dios.
“los que miran hacia Él quedarán resplandecientes”
Recojamos ahora la indescriptible experiencia de Moisés o, mejor dicho, lo que el pueblo, que había permanecido al pie del Sinaí, vio en él: «Luego, bajó Moisés del monte Sinaí, y cuando bajó del monte con las dos tablas de la Ley en su mano, no sabía que la piel de su rostro se había vuelto radiante, por haber hablado con Él» (Éx 34,29). Moisés ha hablado con Dios; todo su ser existencial ha penetrado en el Ser, en Dios. Acontecimiento que va mucho más allá de un contacto físico. Ha acontecido el tú a tú del Espíritu con el espíritu; toda una profecía acerca del culmen de la fe, del desenlace feliz de todos los buscadores serios de Dios, porque se encuentran con Él.
Dice san Agustín que así como el cuerpo tiene sus sentidos —ojos, oídos, gusto, etc.—, también los tiene el alma. Al decirnos el autor del libro del Éxodo que el rostro de Moisés irradiaba luz —lo que equivale a afirmar que se transfiguró por haber hablado con Dios— está profetizando la capacidad que tiene el alma de encontrarse con Dios, y también, por increíble que parezca, de abrazarse a Él de tal forma que llega a absorber su luz e irradiarla como la irradió Moisés.
Cuando Jesucristo afirma que sus discípulos son la luz del mundo (Mt 5,14), es como si les estuviera diciendo que son discípulos porque han asaltado las tinieblas, las han vencido y se han apropiado de la luz oculta en ellas: del mismo Dios. Por eso irradian su luz, irradian a Dios.
No estamos en absoluto exagerando. Hombres y mujeres que han vivido entre nosotros hace ya muchísimos años y hasta siglos siguen siendo luz para las multitudes. Nos vienen a la memoria Pedro y Pablo, Francisco de Asís, Teresa de Jesús y tantos otros. Cada uno de ellos es no digo un nuevo Moisés, sino un nuevo Cristo Jesús que ilumina al mundo; digo un nuevo Cristo Jesús porque lo encarnaron en sus entrañas, como testifica Pablo: «Ya no soy yo quien vive sino que es Cristo el que vive en mí» (Gá 2,20).
Cada uno de ellos es una Teofanía que da vida al universo; a través de ellos se puede acoger o rechazar a Dios, mas nunca negarlo porque reflejan su luz, y, como dice el refrán popular: «no se puede tapar con un dedo la luz del sol». Todos estos hombres y mujeres hacen un servicio inapreciable al mundo entero; como Moisés, que llevó a los israelitas las diez Palabras que Dios le confió cuando estuvo cara a cara con él.
Diez Palabras, así llama el autor del libro del Deuteronomio a los diez mandamientos, a la Ley recibida (Dt 4,13). Baruc habla de esta Ley en términos difícilmente superables en belleza y sublimidad: «Ella es el libro de los preceptos de Dios, la Ley que subsiste eternamente: todos los que la retienen alcanzarán la vida, mas, los que la abandonan morirán. Vuélvete, Israel, y abrázala, camina hacia el esplendor bajo su luz… Felices somos, Israel, pues lo que agrada al Señor se nos ha revelado» (Bar 4,1-4).
Los discípulos del Señor Jesús no son simplemente semejantes a Moisés, sino mayores que él, ya que son llamados a iluminar no a un pueblo sino al mundo entero (Mt 5,14). Por su parte, Pablo dice a los filipenses que han sido llamados para «brillar como antorchas en medio del mundo» (Flp 2,15). Irradian la luz del Señor Jesús porque han acogido con sencillez su Evangelio, su Palabra, la Luz que transfigura sus rostros. Recordemos lo que dice Juan: «La Palabra es la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo» (Jn 1,9).
Teniendo esto en cuenta, podemos afirmar que el discípulo entra en un proceso de iluminación a causa de la Palabra a la cual vive adherido, y que le va identificando progresivamente a su Señor transfigurado. Porque tiene sus ojos fijos en Él, brilla con su luz, como profetiza el salmista (Sal 34,6). Por último, también en ellos se cumplen estas palabras del Prólogo del Evangelio de san Juan: «La luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la vencieron» (Jn 1,5). Efectivamente, las tinieblas del sepulcro no vencieron al Hijo de Dios en él depositado, tampoco a sus discípulos.