Ya en otra ocasión escribí que la paradoja habita de asiento en nosotros. Simón Pedro es un buen ejemplo. No tenía nada de cobarde y sí mucho de bravucón; fue una piedra y, a la vez, una caña temblona. Si no fuera porque es una irreverencia, podría hasta decirse que fue un poco “cantamañanas”; aunque quien cantó al amanecer de aquella mañana fue un gallo. En todo caso, y esto es lo importante para la reflexión, Pedro es un universal: en él estamos todos.
Del año 30 de nuestra era, el 13 de Nissan fue jueves, según los expertos. El viernes 14 Jesús de Nazaret fue crucificado. Aquella noche del día 13 fue una “noche fría”. En el patio de entrada a la casa de Anás, sacerdote del Sanedrín, había un intenso ajetreo. Y dentro de la casa se había organizado una buena a cuenta de la detención (¡por fin!) de aquel galileo. Alrededor de unas brasas se calentaban criados y guardias (Jn 18,18). Simón Pedro aguardaba a la puerta a que otro hombre le permitiera poder pasar dentro. El “otro discípulo”, como era conocido del dueño de la casa, habló a la portera e hizo pasar a Pedro al interior. ¡En qué momento! En el relato de Juan, las horas se entretejen formando la inconsútil túnica del tiempo, de modo que es imposible separar los hilos y paños sin destruir el tejido: la vida nos ocupa y nos hace, implicando de modo inextricable nuestra libertad y el Amor —indefectible— de Dios: según San Pablo, Dios interviene en todo para bien nuestro (Rm 8, 28). Nuestra existencia tampoco tiene costuras porque el hilo del actuar de Dios y el hilo de nuestro querer están imbricados perfectamente. Incluso cuando el pecado rasga nuestra vida, el roto tiene remedio; aun cuando sea un pecado cuyo saldo es la muerte. Dios nos ama por encima, más allá de la muerte misma. ¡En qué hora el discípulo aquél habló de Pedro a la portera de Anás! Si uno va recorriendo con el dedo, en el relato de la pasión según San Juan, como si de un mapa se tratara, los vericuetos por los que los acontecimientos llevan a Pedro durante aquellas horas de la noche del jueves al viernes, se queda estupefacto. Todos los caminos le conducen a una puerta cerrada que se abre para complicarle enormemente la vida hasta extremos insoportables. Es un itinerario parecido al de Judas. Los dos, en definitiva, caminan hacia una “hora”, un momento en que el amor de Jesús se verá sometido a una tensión extrema e increíble. Jamás el corazón del Maestro hubo de hacer un esfuerzo tan tremendo; pero lo cierto es que su corazón resistió, y amó a Pedro y a Judas. Los dos fueron traidores, pero en la orilla de acá vemos a Pedro personado y, en la de más allá, el destino final del insidioso Judas. En mi opinión, Jesús perdonó en Pedro a todos los Judas que en el mundo han sido, empezando por el de Iscariote. Y ese Amor nos muestra cómo es la túnica del Señor por el lado del revés. La inmensa sorpresa es que no tiene tampoco vuelta: ni costura ni reverso, o sea, que el Amor de Dios “no tiene vuelta de hoja”. San Pablo que sabía mucho de estos perdones escribió a los romanos que “no se trata de querer o de correr, sino de que Dios tenga misericordia” (Rm 9,16). Y hablando de los que caen, preguntaba: “¿Es que han tropezado para quedar caídos? ¡De ningún modo! (Rm 11,11). Porque “Dios encerró a todos en la rebeldía, para usar de misericordia con todos” (Rm 11,32; ver Gal 3,22). En verdad nos es imposible la otra orilla de Dios, por mucho que braceemos: ni por su anchura, ni por su insondable profundidad (Rm 11,33). Muchas veces me he preguntado si entre las muchas moradas que hay en la casa del Padre (Jn 14,2) no habrá alguna para los Pedros y los Judas. Habría de ser una estancia muy especial; tan especial que fuera justo lo contrario de esos “lugares aparte” en que antes se enterraba, en nuestros cementerios, a los suicidas. Como si éstos durmieran un sueño extraño, inquieto, ¿sobresaltado?, que a la fuerza hubiera de incomodar el de los demás, impidiéndoles el “merecido descanso” al final de la jornada. La orilla del allá del Amor del Señor Jesús no podemos verla. ¡Mejor para nosotros! Sobre todo para cuantos —creo que muchos— amamos a dos aguas, en un braceo desesperado tantas veces, dudando, traicionando, queriendo a rabiar que esta vez sea la última en que pecamos, y… volviendo a las andadas de nuevo; para cuantos somos incapaces de corresponder a aquel Amor con éste nuestro amor ¡tan así! En la hora aquella del jueves 13, del año 30, del mes de Nisán, la portera acercó a Simón Pedro a unas brasas para que se calentara. La pregunta le llegó a Pedro justo cuando el gallo empezaba a despertar: “¿No eres tú también de los discípulos de ese hombre?” (Jn 18,17). Y la respuesta estalló en pleno rostro de Jesús, dentro de la casa, como una tremenda bofetada de un criado: “¿De qué hombre?; ¿quién?, ¿yo? Si te refieres al que acaban de meter atado, y a palos, en la casa “no lo soy” (Jn 18,17b). La pregunta y la respuesta del patio coinciden con la pregunta de Anás y la respuesta de Jesús, dentro de la casa, precisamente acerca de sus discípulos y su doctrina. El requerimiento del criado que golpea a Jesús va también para Pedro: “¿Así respondes?” Jesús oyó en el puñetazo decir a Pedro: “No lo conozco”. Y prepara para él una mirada que es como el océano inmenso, todo de amor y perdón. Simón Pedro sigue calentándose: ¿por qué a veces hacemos tanto daño a quien más queremos? Es seguro que Simón daría su vida una y mil veces por Jesús…; y, sin embargo, lo golpea en la cara tanto o más que el criado de Anás. Juan debió hacerse esta misma pregunta y, en busca de la respuesta, retoma la narración de las negaciones con aquella expresión tan vigorosa y fuerte que es sólo comparable con el dramatismo de lo que está contando: “Estaba allí mismo de pie Simón Pedro” o “Estaba Simón Pedro allí erguido”. Caben diversas versiones, pero en todas se aprecia una estridencia en la actitud de Simón respecto de su respuesta a la criada: como si no se hubiera dado cuenta de lo que había dicho. Esta expresión encabeza la segunda negación y va detrás del envío de Jesús a Caifás, Sumo Sacerdote aquel año y yerno de Anás. Si examinamos el relato de Juan y lo entrelazamos con los sinópticos —con Lucas, en concreto—, como si de una sola historia se tratase, salta a la vista una clara intención evangélica, sobre todo en el cuarto evangelio. A través del proceso de Jesús y su inicua condena, aparece el juicio a que se ve sometida la humanidad entera: aceptar o rechazar a Dios en la persona de Cristo Jesús. El mismo Pedro se enfrenta a esta situación: las preguntas que se le hicieron en el patio mientras se calentaba alcanzan a todo ser humano frente a la Verdad radical de la vida. La imagen y semejanza con que toda persona es creada adquieren su dimensión última como una opción definitiva. La Verdad podrá adquirir una fisonomía u otra, pero el juicio está planteado. La Bandera se ha alzado y no se puede ser neutral (Lc 2,34; Jn 1,9). El Padre Ignace de la Potterie, uno de los más importantes exégetas de los últimos tiempos fallecido en 2003, llegó a una conclusión parecida examinando las perícopas del relato joá-nico sobre la pasión en su libro “La Pasión de Jesús según S. Juan” (BAC, Madrid 2007, cap. IV). El drama del ateísmo contemporáneo es que sólo ha logrado escamotear la gran cuestión sobre Dios, pero anunciar su muerte no ha anulado el problema. Veamos: Pedro, mientras se calienta con las brasas, se queda helado con las preguntas de los criados. Sus juramentos acerca de no conocer a “ese hombre” manifiestan una lucha interior desgarradora: se defiende del “frío profundo” negando la verdad y a la Verdad. Mientras se calienta por fuera, el miedo le congela la vida. Este pánico a seguir y compartir la suerte de aquel por quien un día lo dejó todo (Mt 10,28) es la paradoja humana destilada en su más pura esencia; esto es lo que somos: una sublime contradicción. La debilidad de la condición humana nos abre a un abismo de miedo sin fondo; Judas y Pedro llegaron hasta abajo del todo. Pedro se calentaba helándose, o se congelaba calentándose. ¿Cómo puede ser que pequemos, si pecar es lo contrario, lo que nos niega, lo que nos anula, cerrando la vida en el frío? No es, desde luego, ninguna broma esta predisposición esquizoide óntica. Y tampoco es de recibo. Desde Sócrates hasta la ética postmoderna (en donde lo ontológico y metafísico ya no puede sostenerse más) venimos buscando abrigos y cobijos al pánico que la contradicción ha instalado en las fibras más delgadas y últimas de nuestra alma. Freud también lo vio, sobre todo desde las pulsiones de Eros y Thanatos, es decir, desde la fuerza de la vida y el instinto de la muerte. Sin duda, vivir es desafiar repetidamente la muerte en un juego que tiene elementos del ajedrez y de la ruleta rusa. Pero el Eros freudiano no es el Agapé o Amor del Crucificado. Ni mucho menos. Al acabar el gallo su canto, los ojos del Señor buscaron y hallaron a Pedro (Lc 22,61). Las expresiones “antes que”, “hoy” y “me negarás” de este versículo encierran toda la historia. Ahí se evidencia todo su pasado, presente y futuro: Jesús es el Señor del Tiempo y su sentido. Cuando lo levanten en la peña del Gólgota y la Cruz quede recortada e impresa en el cielo cárdeno, amoratado, de la oscuridad de las tres de la tarde, todos los pedros y los iscariotes, los buenos ladrones y los malos, los de la derecha y los de la izquierda, los echados para adelante y los que se acobardan, todos, serán arrastrados a un Amor más allá de la muerte. Sólo quien sea Señor puede vencer la muerte amando. A nadie le salva ni la Ciencia ni la Ley. La Palabra en la Cruz, el Logos en la Kenosis más profunda, habiéndose abajado totalmente en la carne para levantarse hacia el cielo en la Cruz (¡que maravillosa paradoja!) no es una explicación o hermenéutica frente a lo que hay y su pragmatismo; no es un planteamiento ético sobre bases de consenso entre interlocutores tolerantes. Esta Caridad en carne crucificada no es una moral para postmodernos. Es una Caridad que hace nuevas las cosas, que transforma la noche aciaga de la traición en un amanecer nuevo: el gallo canta ante todo para anunciar a Pedro y a Judas, y a ti y a mí, que viene el día de la vida y del Amor; la advertencia del pecado cometido queda ahogada en la grandeza de un Amor así. Pero esto no lo vio Judas. Dice Juan que, cuando Jesús pasa de Caifás a Pilato, “era de madrugada” (Jn 19,28). También lo era cuando se apareció resucitado a María Magdalena y al esperar a Pedro y a los otros en la ribera de Tiberiades con unas brasas en las que asaba un pez (Jn 21,4.9), momento en que le pregunta Jesús a Pedro durante tres ocasiones si lo ama. A las tres preguntas seguirá la promesa de amor más allá de la muerte: “Otro te llevará donde tú no quieras…”, indicando con qué muerte debía Pedro glorificar a Dios (Jn 21,18-19). Dios nos quiere con un cariño que no tiene revés, que no conoce la vuelta de hoja, que es para siempre y sin arrepentimiento. Una tradición bien hermosa dice que fue la Virgen Santísima quien tejió de una sola pieza la túnica que Jesús llevó toda la vida, desde niño, hasta que un soldado romano se la quedó para él en el Calvario; porque la túnica crecía con el Señor. ¿Quién, sino María, iba a saber tejer una túnica inconsútil y crecedera? Yo me lo creo. María educó a Jesús en el Amor a Dios y a su Santo Nombre. Lo que el Espíritu Santo le concedió sin medida ella lo desbordó en el corazón de su Hijo. Los Padres de la Iglesia han relacionado la túnica sin costura de Jesús con la misma Iglesia, íntegra y universal a pesar de los problemas y dificultades que ha vivido: por eso María es Madre de la Iglesia y Amparo de cada uno de nosotros. Importa de veras que nos haga una túnica así, para lucirla toda blanca en el día aquel en que el Señor vuelva definitivamente. María, sentada en la Asamblea, reza con nosotros, encabezando el salmo 51 con la antífona “yo confío en la misericordia del Señor por siempre jamás”. Todos respondemos, dando voz a todas las criaturas: “Te daré gracias, Señor, siempre, porque has actuado. Proclamaré delante de tus fieles: tu nombre es bueno con los que te aman”. Cristo fue hecho ministro de la veracidad de Dios, para que los gentiles glorifiquemos a Dios en razón de su misericordia (Rm 15,8-9) y, de este modo, todas las naciones, junto con su pueblo, nos regocijemos y alegremos en Él (v. 10; Dt 32,43). La alegría y el gozo de sentirnos amados por Dios misericordioso abunda en nosotros más y más la esperanza por la fuerza del Espíritu Santo (Rm 15,13).