Pablo sabe perfectamente que la predicación que le ha encomendado el Señor Jesús tiene el fin de abrir los ojos, oídos y el corazón del hombre al Misterio de Dios. Misterio que solo es posible sondear y conocer desde Él mismo, y que lo hace por medio de la predicación: “A Aquel que puede consolidaros conforme al Evangelio mío y la predicación de Jesucristo, revelación del Misterio, mantenido en secreto durante siglos eternos y manifestado al presente por las Escrituras que lo predicen…” (Rm 15,25-26).
Más directo aún se nos muestra Juan. Culmina el bellísimo prólogo a su Evangelio con una aseveración que, a su vez, encierra una hermosísima noticia: es cierto que a Dios nadie lo ha visto jamás. Mas también lo es que el Hijo, el Resucitado, que está en su seno, lo revela a los suyos: “A Dios nadie lo ha visto jamás: El Hijo único, que está en el seno del Padre, nos lo ha revelado” (Jn 1,18).
Desde el Padre, Jesús, Hijo y también Señor, nos comunica y revela el Misterio. Es comunicación y, al mismo tiempo, trasvase; porque, a la vez que ilumina la mente, se gesta nuestra divinización. Por supuesto que esta gracia supera lo que comúnmente es denominado el campo de las experiencias. Lo que acontece en este proceso a la persona no es medible ni cuantificable…, por no ser, ni siquiera es expresable. Si alguien intentara abrirse a su mejor amigo para hacerle partícipe de algo del torbellino que recorre todo su ser, pronto tendría que desistir. Es una experiencia que se hace entender callando y también mirando.
Sólo es posible una aproximación a su comprensión por la semejanza de quien está viviendo parecida experiencia. Los hombres así visitados por Dios son dueños de sus palabras, mas éstas, a su vez, sólo les reconocen a ellos como sus dueños y señores. Por ello, como si se recogieran sobre sí mismas, se convierten en inexpresables. Intentar despertarlas sería algo así como violar el pudor del alma. Son palabras que constituyen la dote del alma que se ha desposado con Dios. Su exposición a los extraños…, y todos lo son… hasta los más íntimos, sería su devaluación. Además, si estamos hablando del Misterio, de la visión del Invisible, del hablar cara a cara con el Inaudible, ¿cómo dar forma al que no la tiene o resonancia a lo que no es sonido?, ¿cómo dibujar para nadie el alma de Dios?
Al sondear este tema, alguien estará pensando que me estoy refiriendo a nuestros grandes místicos —Teresa de Ávila, Juan de la Cruz, Isabel de la Trinidad…— hombres y mujeres especialísimos que, huyendo de todos y de todo, alcanzaron una intimidad única con Dios. Pues no, no estoy pensando en nadie que se haya tenido que recluir de por vida en ningún lugar recóndito y aislado porque no tiene por qué ser así.
Me estoy refiriendo a buscadores de Dios, entre los cuales, por supuesto, claro que también están Teresa de Ávila, Juan de la Cruz, Isabel de la Trinidad… Lo esencial y fundamental es que sean buscadores, lo demás es sólo accidental y, por lo tanto, no establece ninguna relación de causa efecto. Podemos pensar, por ejemplo, en Pablo. Su vida no pudo ser más complicada y ajetreada. Diríamos que empezó a vivir cuando se encontró con su Señor: “Ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí” (Ga 2,20). Al encontrarse con su Señor, se encontró también con el hombre. Siente la urgencia de ir a su encuentro para anunciarle el Evangelio: “Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria, es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!” (1Co 9,16).
Pues bien, este Pablo fogoso, dinámico, viajero incansable, solícito con las comunidades que Dios le había confiado, es también un gran místico. Quiso comunicarnos algo, mas muy inteligentemente desistió en el intento. De todas formas, algo nos dijo: que lo que oyó de Dios fueron palabras inexpresables, imposibles de pronunciar: “Sé de un hombre en Cristo, el cual hace catorce años —si en el cuerpo fuera del cuerpo no lo sé, Dios lo sabe— fue arrebatado hasta el tercer cielo. Y sé que este hombre —en el cuerpo o fuera del cuerpo no lo sé, Dios lo sabe— fue arrebatado al paraíso y oyó palabras inefables que el hombre no puede pronunciar” (2Co 12,2-4).
Los discípulos de Jesús, los pequeños, son los testigos del Invisible e Inaudible. Ellos son los receptores de su Sabiduría y su Gloria, son la niña de sus ojos. El Señor Jesús les habla al corazón, en privado (Mc 4,34); y ellos lo reconocen como su único Maestro (Mt 23,8). Es su único Maestro porque solo Él les introduce en los secretos de Dios, en su Misterio. De ellos hablaba el salmista cuando proclamó: “El secreto de Dios es para los que le aman” (Sal 25,14).
Antonio Pavía