«En aquel tiempo, designó el Señor otros setenta y dos y los mandó por delante, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir él. Y les decía: “La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies. ¡Poneos en camino! Mirad que os mando como corderos en medio de lobos. No llevéis talega, ni alforja, ni sandalias; y no os detengáis a saludar a nadie por el camino. Cuando entréis en una casa, decid primero: ‘Paz a esta casa’. Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz; si no, volverá a vosotros. Quedaos en la misma casa, comed y bebed de lo que tengan, porque el obrero merece su salario. No andéis cambiando de casa. Si entráis en un pueblo y os reciben bien, comed lo que os pongan, curad a los enfermos que haya, y decid: ‘Está cerca de vosotros el reino de Dios’. Cuando entréis en un pueblo y no os reciban, salid a la plaza y decid: ‘Hasta el polvo de vuestro pueblo, que se nos ha pegado a los pies, nos lo sacudimos sobre vosotros. De todos modos, sabed que está cerca el reino de Dios’. Os digo que aquel día será más llevadero para Sodoma que para ese pueblo”». (Lc 10,1-12)
Jesús va caminos de Jerusalén, ha anunciado ya a sus apóstoles el fin que le espera y ha tenido unos diálogos contundentes sobre las condiciones para seguirlo:
- le dijo uno: «Te seguiré adondequiera que vayas». Jesús le respondió: «Las zorras tienen madrigueras, y los pájaros del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza».
- A otro le dijo: «Sígueme». Él respondió: «Señor, déjame primero ir a enterrar a mi padre». Le contestó: «Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el reino de Dios».
- Otro le dijo: «Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de los de mi casa». Jesús le contestó: «Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás vale para el reino de Dios».
Sin embargo, antes de esta exigencia que parece insalvable, elige a más discípulos y los envía a anunciar el Evangelio, dándoles su Espíritu para realizar la misión y haciéndoles participar de su propia misión; dando así una señal anticipada de la venida del Espíritu Santo, que configurará la Iglesia, y de la misión que a esta le va ser encomendada.
No en vano esta Iglesia lleva siglos cumpliendo, a pesar de sus pecados, esta misión en medio del mundo. En palabras de San Juan Pablo II: «La misión de Cristo Redentor, confiada a la Iglesia, está aún lejos de cumplirse. A finales del segundo milenio después de su venida, una mirada global a la humanidad demuestra que esta misión se halla todavía en los comienzos y que debemos comprometernos con todas nuestras energías en su servicio. Es el Espíritu Santo quien impulsa a anunciar las grandes obras de Dios: “Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe: Y ¡ay de mi si no predicara el Evangelio!”» (Redemptoris Misio).
Pero ¿estamos en condiciones de hacer este anuncio? ¿No estaremos sustituyendo el anuncio de La Paz de Jesucristo por un pálido reflejo en el que hemos cimentado nuestras seguridades?
Es por eso que la comunión con la Iglesia es fundamental para no perder el Espíritu de Jesucristo, en palabras del Papa Francisco: «Por tanto, es urgente recuperar el carácter luminoso propio de la fe, pues cuando su llama se apaga, todas las otras luces acaban languideciendo. Y es que la característica propia de la luz de la fe es la capacidad de iluminar toda la existencia del hombre. Porque una luz tan potente no puede provenir de nosotros mismos; ha de venir de una fuente más primordial, tiene que venir, en definitiva, de Dios. La fe nace del encuentro con el Dios vivo, que nos llama y nos revela su amor, un amor que nos precede y en el que nos podemos apoyar para estar seguros y construir la vida. Transformados por este amor, recibimos ojos nuevos, experimentamos que en él hay una gran promesa de plenitud y se nos abre la mirada al futuro. La fe, que recibimos de Dios como don sobrenatural, se presenta como luz en el sendero que orienta nuestro camino en el tiempo. Por una parte, procede del pasado; es la luz de una memoria fundante, la memoria de la vida de Jesús, donde su amor se ha manifestado totalmente fiable, capaz de vencer a la muerte. Pero, al mismo tiempo, como Jesús ha resucitado y nos atrae más allá de la muerte, la fe es luz que viene del futuro, que nos desvela vastos horizontes, y nos lleva más allá de nuestro “yo” aislado, hacia la más amplia comunión».
El problema es que muchas veces fantaseamos sobre lo que el Señor nos pide, perdidos en el ruido de nuestros deseos. Sin embargo, la Iglesia nos ha dado a lo largo de su historia un gran caudal de sabiduría para ver nuestra realidad. Por ejemplo, Santa Teresita del Niño Jesús, cuya fiesta celebramos hoy, nos dejó algunas frases que son fundamentales para revisar el estado de nuestra fe, entre ellas:
- “No podemos hacer grandes cosas, pero sí cosas pequeñas con un gran amor.
- «La vida es un instante entre dos eternidades»
- «Yo no muero, entro en la vida»
No está de más que, visto todo esto, nos preguntemos: ¿Cómo está mi fe? ¿Está tibia, acobardada y escondida? ¿Estoy encerrado en mí mismo o dispuesto para el servicio? ¿Qué hago con las gracias que Dios me ha dado?
Antonio Simón