Solo partiendo de lo que nos parece incomprensible, y casi diríamos increíble para los parámetros racionales que rigen nuestro hacer y vivir, puede el hombre abrazarse confiadamente al asombro de haber sido elegido y, a su vez, poder elegir al Único de su alma. “Amemos a Dios porque Él nos amó primero”, nos dice, como queriendo romper el cascarón de la incredulidad, el apóstol Juan en su primera carta (1Jn 4,19). Él nos amó primero. Él, el Señor Jesús se adelantó a escogernos antes de que nadie le escogiese a Él: “No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros” (Jn 15,16).
Al encarnarse, Dios consumó su opción por el hombre, por todo hombre. Con su mirada —como aquella que atravesó la mente y el corazón de Pedro— le eligió. Para entenderlo mejor hablemos del primer encuentro que ambos tuvieron. Mirada y elección de Jesús se conjugaron, se confabularon, para alcanzar al rudo y noble —tan rudo como noble— pescador de Galilea. Recordemos que su hermano Andrés le llevó donde Jesús. No le coaccionó con ningún discurso moral, no le metió miedo de nada ni de nadie. Simplemente le había dicho “¡hemos encontrado al Mesías!” (Jn 1,41). Hemos encontrado la Esperanza tantas veces prometida y de la que ya desconfiábamos. Hemos encontrado la Belleza tantas veces huída de nuestras manos. Le hemos encontrado a Él, al Señor Jesús.
Pedro puede ser rudo en sus formas, impulsivo, falto de tacto y hasta brusco…, pero ¡espera a Alguien!, por lo que toma la decisión de ir con su hermano Andrés donde Jesús. Este, “fijando su mirada en él, le dijo: Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas, que quiere decir Piedra” (Jn 1,42). Toda alma que se siente mirada así, todo aquel que sostiene, con la respiración contenida, los ojos de Dios fijándose y clavándose en los suyos, se sabe ya único para Él.
El Santo Evangelio del Señor Jesús es la mirada de Dios sobre el hombre. Vivir bajo el Evangelio con la humildad y confianza de que es un proyecto de Dios sobre ti, y no un proyecto tuyo para serle fiel a Él; eso es vivir bajo su mirada, no hay en absoluto acepción de personas en Dios a la hora de mirar, como bien dice Pedro al centurión Cornelio (Hch 10,34-35).
Cada vez que se proclama el Evangelio, cada vez que se predica, que se lee con amor, Dios mira, ama, llama y escoge con su original exclusividad. Habéis sido llamados por el Evangelio para alcanzar la gloria de Jesucristo, anuncia con su característica pasión el apóstol Pablo a la comunidad de Tesalónica: “Dios os ha escogido desde el principio para la salvación mediante la acción santificadora del Espíritu y la fe en la verdad. Para esto os ha llamado por medio de nuestro Evangelio, para que consigáis la gloria de nuestro Señor Jesucristo” (2Ts 2,13-14).
“Víctima” de una mirada y elección así, el alma reacciona. Con la sorpresa con la que el sordo recupera el oído o el ciego se abre a la luz, también el alma queda trastocada ante algo tan nuevo, ante un amor así, tan exclusivo y único. He dicho lo de víctima porque no es nada fácil asimilar la novedad que se le viene encima.
Intenta buscar méritos que la hagan entender por qué Dios se movió tan apasionadamente hasta ella, y no los encuentra. Empieza a desconfiar, le cuesta creer lo que le está pasando. En todos sus amores, la balanza con sus correspondientes platillos ha jugado un papel primordial: en un platillo ha puesto lo que da y en otro lo que recibe. Era un vivir sin vivir ya que estaba permanentemente pendiente del equilibrio más o menos alcanzado.
Tanto desasosiego la deja a medio camino entre la extenuación y el escepticismo cuando, de pronto ¡la mirada de Dios! ¡Sus ojos sobre su alma como antaño sobre Pedro! Quiere devolver, como ha hecho siempre, y por ninguna parte encuentra la balanza. Una voz le dice que lo único que tiene que hacer es dejarse amar y mirar hasta que oiga que los labios del Amor pronuncien su nombre: “Sus ovejas escuchan su voz y a cada una la llama por su nombre” (Jn 10,3). Tiene que dejarse hacer hasta que Dios forme en su alma “sus ojos de águila”. Es entonces cuando su mirada atraviesa, limpia y triunfante, todo lo creado hasta alcanzar a su Esposo. Algo parecido a esto nos dice el autor de la carta a los Hebreos acerca de Moisés. Su fortaleza le venía de “saber mirar al Invisible” (Hb 11,27). Más aún, los ojos de águila de la esposa le permiten, al igual que a Jesús, atravesar los cielos y alcanzar al Padre: “Así habló Jesús, y alzando los ojos al cielo, dijo: Padre…” (Jn 17,1).
Su mirada le pone en comunión con Dios que le miró primero, que le amó primero, que se adelantó a ella, la llamó y le dijo: ¡Eres única como un lirio entre las hierbas del campo” (Ct 2,2). Queda así el alma herida de amor. Herida y rendida. Tan absorta en el hacer de Dios en ella, que apenas acierta a susurrar palabras que son cual llamas de fuego como las que temblorosamente dijo san Juan de la Cruz: “¡Oh cauterio suave, oh regalada llaga! ¡Oh mano blanda, oh toque delicado que a vida eterna sabe y toda deuda paga! ¡Matando muerte, en vida has trocado!”
Antonio Pavía