Los padres de Jesús solían ir cada año a Jerusalén por la fiesta de la Pascua.
Cuando cumplió doce años, subieron a la fiesta según la costumbre y, cuando terminó, se volvieron; pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que lo supieran sus padres.
Estos, creyendo que estaba en la caravana, anduvieron el camino de un día y se pusieron a buscarlo entre los parientes y conocidos; al no encontrarlo, se volvieron a Jerusalén buscándolo.
Y sucedió que, a los tres días, lo encontraron en el templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Todos los que le oían quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba.
Al verlo, se quedaron atónitos, y le dijo su madre: «Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Tu padre y yo te buscábamos angustiados».
Él les contestó: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?».
Pero ellos no comprendieron lo que les dijo.
Él bajó con ellos y fue a Nazaret y estaba sujeto a ellos.
Su madre conservaba todo esto en su corazón.
Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres (San Lucas 2, 41-52).
COMENTARIO
En estos tiempos de Adviento que Dios nos ofrece para mirar el rostro de María y acompañarla en su camino de gestar al Señor en su interior se hace especialmente importante la frase que hoy nos entrega el Evangelio y que constituye el pilar fundamental que permitió a María vivir la voluntad de Dios y “dejarse hacer” en su humanidad como mujer.
La grandeza de María no tiene origen en su valentía o su bondad. La grandeza de María viene de comprender, tras las promesas recibidas en su corazón desde niña que, dentro de aquellas palabras incomprensibles recibidas del Ángel, estaba Dios.
Desde su confianza y convencimiento de que Dios no podía ofrecerle nada que le perjudicara, pronunció su “si” como lo hizo Abraham el día en el que entregó a su hijo sabiendo que Dios le permitiría recuperarlo.
Y en esa actitud confiada, que sólo pertenece a quienes, por gracia de Dios le entregan su vida, supo que caminaba por un lugar desconocido pero un lugar seguro porque el Señor estaba a su lado, como dice el Salmo 22: “nada temo porque tu vas conmigo; tu vara y tu callado me sosiegan”.
Aquella visita del Ángel que trastornó completamente la vida de María fue el comienzo de episodios como el que el Evangelio de hoy nos presenta: episodios extraños, incomprensibles, raros pero vividos por ella con la fe de quien sabe que sólo a Dios le pertenece explicarnos el sentido de sus decisiones.
Por eso “guardar”, “conservar” lo que Dios nos presenta a través de tantos acontecimientos de nuestra vida, dentro del corazón, meditando, como María para esperar que Él nos revele su sentido, a su tiempo, es uno de los ejercicios más hermosos y vitales de un cristiano.
Como dice el Señor en boca de Isaías (55, 7-9): “Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos.”, tantas veces lo que Dios quiere y desea se nos presenta extraño e incomprensible, pero, detrás de cada duda, recogerse, orar y esperar permite que se nos abra una puerta a la Sabiduría que solamente Dios, a su tiempo abre para que crezcamos como Discípulos.