Al oscurecer, los discípulos de Jesús bajaron al lago, embarcaron y empezaron a atravesar hacia Cafárnaún. Era ya noche cerrada, y todavía Jesús no los había alcanzado; soplaba un viento fuerte, y el lago se iba encrespando. Habían remado unos cinco o seis kilómetros, cuando vieron a Jesús que se acercaba a la barca, caminando sobre el lago, y se asustaron. Pero él les dijo: – «Soy yo, no temáis.» Querían recogerlo a bordo, pero la barca tocó tierra en seguida, en el sitio a donde iban (San Juan 6, 16-21).
COMENTARIO
Palabra muy sencilla que nos resume la experiencia cristiana. Oscuridad, viento fuerte, mar encrespado, representan nuestros miedos, nuestros interrogantes, nuestras dudas… El hombre huye de la oscuridad, de la muerte y busca seguridad, tranquilidad, mar en calma, luz del día… por eso se aliena, se esconde, se hace idólatra a cambio de un poquito de sosiego. Sin embargo, el cristiano es aquel que ha visto en medio de sus miedos una figura: Jesucristo. Él se presenta como Dios a Moisés: Yo soy, no temáis. Jesucristo —uno con Dios— quiere estar en nuestra vida, en nuestras noches oscuras para que podamos pasar a la otra orilla. Todo lo que nos atemoriza, Jesús lo ha clavado en la cruz y ha hecho de ella la nueva zarza que no se consume, porque esta cruz no ha conseguido matarle, sino que lo ha glorificado, abriéndonos un camino para «pasar» al Padre. Esta experiencia, que vivirán posteriormente los apóstoles al ver a Jesús resucitado, es la que los empuja a ser heraldos de la buena noticia e invita a todo aquel que ha sido rescatado por Jesús de sus «infiernos» a continuar su labor evangelizadora en esta generación.