“Uno de los doce, llamado Judas Iscariote, fue a los sumos sacerdotes y les propuso: “¿Qué estáis dispuestos a darme si os lo entrego?”. Ellos se ajustaron con él en treinta monedas de plata. Y desde entonces andaba buscando ocasión propicia para entregarlo. El primer día de los Ácimos se acercaron los discípulos a Jesús y le preguntaron: “¿Dónde quieres que te preparemos la cena de Pascua?”. Él contestó: “Id a la ciudad a casa de quien vosotros sabéis y decidle: “El maestro dice, mi hora está cerca; voy a celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos”. Los discípulos cumplieron las instrucciones de Jesús y prepararon la Pascua. Al atardecer se puso a la mesa con los Doce. Mientras comían dijo: “En verdad os digo que uno de vosotros me va a entregar”. Ellos, muy entristecidos, se pusieron a preguntarle uno tras otro: “¿Soy yo acaso, Señor?”. Él respondió: “El que ha metido conmigo la mano en la fuente, ese me va a entregar. El Hijo del hombre se va como está escrito de él; pero, ¡ay de aquel por el que el Hijo del hombre es entregado!, ¡más valdría a ese hombre no haber nacido! Entonces preguntó Judas, el que lo iba a entregar: “Soy yo acaso, Maestro? Él respondió: “Tú lo has dicho” (San Mateo 26,14-25).
COMENTARIO
Es esta la historia de una traición, la traición del apóstol Judas Iscariote que entrega a Jesús a los sumos sacerdotes que querían matarlo, ajustando su precio en treinta monedas de plata, que era el precio que debía pagarse al dueño de un esclavo corneado por un buey (Éxodo 21,32).
Sorprende una conducta tan deshonesta del discípulo, aunque sabemos por Juan 12,6 que “tenía la bolsa” del grupo, y era un ladrón que “se llevaba de lo que iban echando”. Parece, pues, un pecado de codicia el que le impulsó a la entrega de su maestro, aunque a la postre, el precio del soborno sea irrisorio.
Pero todo lo que envuelve el proceso de esta traición está lleno de simbología.
Así, cuando Jesús en medio de la cena les anuncia: “Uno de vosotros me va a entregar”, los discípulos muy entristecidos se pusieron a preguntarle uno tras otro: “Soy yo acaso, Señor”. No se disculpan con la lógica protesta de su inocencia, sino que se lo preguntan a Jesús angustiados. Y así lo hace también el propio Judas con plena conciencia de ser él quien lo entregará: “Soy yo acaso, Maestro”. “Tú lo has dicho”, le responde Jesús”.
Pero la pregunta de Judas también podría ser la nuestra, pues Jesús murió por nuestros pecados, y en realidad, todos lo hemos entregado, y todos somos reos de la traición que se consumó aquel día.
Juan 13, 21-30, nos ofrece una segunda versión del relato de Mateo, en el que tras el anuncio de Jesús, “los discípulos se miraron unos a otros perplejos, por no saber de quien lo decía”. Y a instancia de Pedro, Juan lo preguntó: “Señor, ¿quién es?”, y Jesús le dijo: “Aquel a quien yo le dé este trozo de pan untado”. Y Jesús se lo dio a Judas Iscariote, y “detrás del pan, entró en él Satanás”. Y añade el evangelista:” Después de tomar el pan salió inmediatamente. Era de noche”.
Juan toma aquel “pan untado en la fuente” y el demonio entra con él, y sale a la noche del mundo. Nada que ver con el pan eucarístico que a continuación Jesús parte y bendice para dárselo a los once: “Tomad, comed: esto es mi cuerpo”.
¿Y qué fue de Judas?
Hay una luz de esperanza en su conducta aunque su final sea desastroso. El mismo Mateo 27, 3-8, dice: “Entonces Judas, el que le había entregado, viendo que era condenado, devolvió arrepentido las treinta piezas de plata a los sumos sacerdotes y ancianos diciendo: “He pecado, entregando sangre inocente”. Y arrojó las monedas en el templo, y se marchó; y fue y se ahorcó. Y en Hechos 1, 18, en la elección de su sustituto Matías, se dice que “…cayendo de cabeza, reventó por medio y se esparcieron todas sus entrañas.”
La Santa Iglesia no ha declarado nunca la condenación de nadie. Así lo dejó escrito San Josemaría Escrivá: “A nadie corresponde juzgar en esta tierra sobre la salvación o condenación eterna en un caso concreto”.