A finales de enero, cuando Jaén celebraba la festividad de la Virgen de la Candelaria, Sor Consuelo se acercaba para ayudar a los más necesitados que acudían al calor de la gente. La gente bullía en la retorcida carretera que llevaba al castillo, rebosante de jóvenes alegres, familias con sus niños y visitantes de toda la provincia. Mientras tanto, Sor Consuelo oraba ferviente dentro de la imponente catedral, en pleno casco histórico, allí donde las estrechas cuestas permanecían silenciosas y oscuras.
Al salir a la plaza de Santa María, absorta en sus beatíficos pensamientos sobre la grandeza de Dios, Sor consuelo se topó de repente con un bulto extraño. Bajo los naranjos que rodeaban la plaza descubrió en el suelo tenebroso el cadáver de un hombre maduro, de pelo cano, con la camisa ya cubierta de gallinazas de los palomos.
Sor Consuelo miró alarmada alrededor, buscando ayuda. La enorme plaza nocturna estaba desierta. Al fondo de la catedral solo estaba el deán, que Sor Consuelo vio mientras oraba: debía hallar otra solución más rápida y efectiva. La monjita buscó en el bolsillo de su hábito, que parecía una caja mágica de donde podría sacar cualquier cosa, y cogió su teléfono móvil. Sor Amparo, la madre superiora del convento de las teresianas en Albera, les aconsejaba a las hermanas que llevaran un móvil siempre que salieran, por si acaso. Y menos mal.
Llamó a la policía de Jaén y también al inspector Leiva de Albera, con quien tenía confianza por haber compartido ya algunos casos. Albera estaba al sur de Jaén, bien comunicada por carretera con la capital, y también con Granada y Córdoba. El inspector Leiva tardó una hora en llegar. La plaza de Santa María ya se encontraba llena de policías nacionales y guardias civiles rodeando el cadáver.
Por suerte, llevaba la cartera encima. Los policías miraron los documentos a la luz de una farola: “Rafael Moreno Arias”, con domicilio en la Avenida de Andalucía, también llamada Gran Eje. ¿Qué hacía solo y tan lejos de su casa a esas horas? Aquella extraña muerte parecía un suicidio si no fuera por las puñaladas que tenía en el costado, todo manchado de sangre aún fresca. Alguien le había pegado varios navajazos a traición, para asegurarse de matarle. Entonces la cuestión pasó a ser: “¿Quién?” y “¿por qué?”.
Entre sus documentos figuraba una tarjeta de crédito de “TuBanko”. No era una tarjeta normal, sino negra, reservada sólo a empleados de confianza. La policía también halló en la cartera una carta manuscrita doblada. Estaba escrita con una letra de caracteres ovalados pero infantiles y casi monstruosos, que parecía de una mujer iletrada: “SI ME DESAUCIAN POR TU CULPA I ME DEJAN CON MIS IJOS EN LA CAYE LO PAGARÁS.”
El inspector Leiva le dijo al teniente de la guardia civil:
—Bien, esto parece que está claro. Don Rafael Moreno es director de alguna oficina de TuBanko aquí en Jaén. Solo hay que averiguar de cuál, y quién era la clienta que estaba a punto de ser desahuciada, para detenerla por homicidio.
—Lo haremos mañana mismo a primera hora —dijo el teniente.
Tras ellos, los ojillos de Sor Consuelo brillaban suspicaces.
El inspector Leiva se acercó a Sor Consuelo para felicitarla:
—Gracias, madre, por regalarme un caso tan sencillo. Ya está resuelto.
—¿Ah, sí? —repuso la monjita—: ¿Y por qué mataron aquí a ese pobre hombre, tan lejos de su casa?
—Es obvio que le citaron en esta plaza solitaria, mientras todo Jaén celebra las fiestas en el recinto ferial, para apuñalarle por la espalda.
—Eso también me intriga. ¿Las mujeres suelen matar a hombres a navajazos?
─Esta parece que sí. Estaba desesperada.
─¿Y por eso salió corriendo en seguida, tras apuñalarle, sin pararse siquiera en quitarle la cartera donde llevaba sus documentos de identidad, e incluso la carta amenazante que esa mujer le había escrito de su puño y letra?
—¡Claro, huyó aterrorizada de lo que había hecho!
—Pero ella sabría que la localizaríamos con facilidad.
—La desesperación y la venganza la obcecaron. Quizá esa mujer piensa que es mejor cualquier cosa, incluso ir a la cárcel por asesinato, antes que ser desahuciada con sus hijos.
—¿Por qué iba a cometer un delito de sangre para empeorar mucho más su drama?
El inspector Leiva empezaba a perder la paciencia esa noche con Sor Consuelo.
—Usted, madre, vaya a ayudar a los necesitados de Jaén, si es para lo que ha venido, y deje trabajar a la policía sin entorpecer. Por fortuna, el caso ya está resuelto. Mañana mismo averiguaremos la identidad de esa mujer e iremos a detenerla acusada de homicidio.
* * *
Sor Consuelo tenía otros planes. No pensaba dejarlo estar tan rápido. Se preguntaba cómo localizar a esa misteriosa mujer, de la que no tenía datos. Se le ocurrió una idea para adelantarse a la policía. Rafael Moreno vivía en la Avenida de Andalucía, seguramente cerca de la oficina bancaria donde trabajaba y cerca también de donde vivía la pobre mujer víctima del desahucio. Bajó a pasito ligero hasta el Gran Eje, donde preguntó en los bares que seguían abiertos a pesar de que la fiesta de la Virgen de la Candelaria se celebra en el castillo de Santa Catalina.
En el segundo bar donde entró, unos clientes le informaron de la vecina a la que iban a desahuciar. Se llamaba Ángela Gómez. Divorciada hacía años, estaba sola con dos niños pequeños. Vivía en la avenida de abajo, calle Muñoz Grandes. La monjita se acercó al humilde edificio color beige, antiguo, donde la calle al final se ampliaba en una placita. Llamó al piso en cuestión y le abrieron sin ningún reparo.
Era un segundo. Sor Consuelo subió unos escalones grises, con barandilla de los años setenta, gotelé blanco en las paredes y descansillo oscuro.
La mujer que abrió la puerta la recibió con una sonrisa, aunque sus ojeras estaban marcadas por la angustia y el sufrimiento. Rubia, casi tan menudita como la propia Sor Consuelo, quizá pasaba de los cuarenta. Era difícil imaginarla apuñalando por la espalda a un hombre de mediana complexión, aunque la desesperación multiplica las fuerzas. El rostro de Ángela Gómez se iluminó a ver a la monjita en su puerta.
—¿Viene a ayudarme con lo del desahucio?
Sor Consuelo asintió turbada. ¿Cómo explicarle que era sospechosa del asesinato de Rafael Moreno y que la policía iba a detenerla en cuanto amaneciera?
Ángela la invitó a pasar. Era un piso modesto pero limpio. Los niños ya estaban acostados. Le contó que trabajaba de limpiadora, aunque su sueldo no le daba para todo. Sin embargo, no era iletrada. Sor Consuelo observó una nota de compra pegada en la nevera: su letra no era tan deforme como la de la presunta carta amenazante.
La monjita derivó la conversación en seguida hacia Rafael Moreno. En vez de ponerse nerviosa, Ángela le explicó que ya no tenía nada contra él. Sus superiores iban a despedirle del banco por negarse a ejecutar más desahucios contra familias indefensas. Entonces Sor Consuelo empezó a comprender. Rafael Moreno era un hombre íntegro, ese fue su error. La monjita se despidió cariñosa de Ángela Gómez, asegurándole que haría todo lo posible por evitar que la echaran de su piso.
* * *
Sor Consuelo investigó en Internet de su moderno móvil quién era el director de zona de TuBanko en Jaén. Don Antonio Gallardo. Figuraba un domicilio en una calle con solera cerca de la catedral. ¡Bingo!
—¿Quién llama a estas horas?
Ahora tenía a Antonio Gallardo delante en pijama, casi calvo, con bigote y gruesas gafas. Era corpulento, con fuerza física de sobra, esta vez sí, para apuñalar a un hombre de cuerpo mediano. Su rostro orondo estaba descompuesto. Solo había abierto la puerta tras llamar muchas veces al timbre, para evitar el escándalo.
—¿Quién llama a estas horas?
—Quería preguntarle algo —dijo Sor Consuelo—: ¿Qué es para usted la honradez?
Gallardo trató de cerrarle en las narices, pero Sor Consuelo interpuso el móvil en el suelo. La puerta no se cerraba. La monjita aprovechó el momento de confusión para colarse en el piso. Era muy diferente al de Ángela Gómez: amplio, iluminado, rica decoración, muebles lujosos que aún olían a madera nueva. Gallardo protestó:
—¿Quiere que llame a la policía para que la detengan?
—Sí, ¿por qué no la llama? Así se evitará explicarme qué es la honradez.
El rostro crispado de Gallardo quería estallar.
—¿Pero qué demonios quiere de mí una monja en mi casa a las tantas?
—Yo creo que lo sabe muy bien. Le contaré un cuento. Imagine que tiene en el banco un subalterno, director de oficina, demasiado honrado. Se niega a ejecutar más desahucios. Incluso desprecia la tarjeta negra que usted les otorga a sus mejores hombres para que gasten sin límites sin tener que dar cuentas a nadie, y le obedezcan contentos y callados.
—Menuda tontería. Usted está loca. Llamaré ahora mismo a urgencias.
—Imagine que ese empleado no responde y, harto de presiones, le amenaza a su vez a usted con soltarlo todo en el periódico o la televisión local. ¿Usted qué haría, ante el peligro de perder sus privilegios? ¿Estaría dispuesto a matar a ese subalterno tendiéndole una trampa, y echarle luego la culpa a la desgraciada que iban a desahuciar?
Esta vez don Antonio Gallardo se sintió ofendido en su orgullo.
─¿Y cómo piensa demostrar ese cuento?
─Tenemos una nota amenazante con su letra, aunque deformada. Será fácil cotejarla con otras muestras de su mano. Tenemos la tarjeta negra que usted le regaló a Rafael Moreno. Será fácil comprobar su antigüedad y sus gastos. Apuesto a que el honesto Rafael apenas gastó nada con esa tarjeta, aunque llevara mucho tiempo en su poder.
—Eso son indicios circunstanciales.
—Imagino que habrá tirado la navaja y que se habrá lavado las manos muy bien. Pero podrían quedar restos de la sangre de Moreno en su mano derecha, o en el puño de su camisa. Hoy en día los laboratorios de la policía hacen un trabajo muy fino. Con tantos navajazos, seguro que se ha manchado la camisa. ¿Le importaría enseñármela?
Gallardo sacó con rapidez la navaja del bolsillo de su pijama. La abrió y osó amenazar a Sor Consuelo con ella, para quitársela también de en medio. Y lo hubiera logrado, si no estuviera avisado el inspector Leiva, que irrumpió de inmediato en el piso, seguido de la aguerrida policía nacional y la guardia civil de Jaén.
Manuel del Pino