Escondido tras los setos, en una hermosa tarde de abril, Gabriel Ayala grababa con su moderno teléfono móvil la escena que tenía ante él. Rodrigo, el nuevo párroco de Albera, estaba sentado en un banco del parque; vestía de negro, aunque no con sotana. Junto a él, Marina, una morena de mediana edad pero aún muy bella le imploraba de rodillas.
—¡Levántate! —le decía Rodrigo—. Pueden verte.
—Aquí no hay nadie —repuso Marina—. Y además, me da igual.
—Pues a mí no. Hace tiempo que soy sacerdote. Por fin he encontrado mi camino en la vida. Lo nuestro no pudo ser. Ya es solo el vago recuerdo de algo pasado.
Marina posó las manos en el torso de Rodrigo.
—Sé que me porté mal contigo. No debí rechazarte tanto. Comprende que todas las muchachas lo hacíamos por instinto, para asegurarnos de que nuestros pretendientes no se burlaban de nosotras, sino que iban en serio. No sabía que te afectaría hasta el punto de dejarlo todo y meterte a cura.
Rodrigo se retiró un poco con suavidad.
—No lo entiendes. Hace ya demasiado tiempo y la vida es complicada. Me hice sacerdote porque, en este laberinto, descubrí la llamada del amor de Dios.
—¡Mentira! —se inclinó Marina sobre Rodrigo— ¡Lo hiciste por despecho hacia mí! Te he esperado todo este tiempo y ahora aquí estoy.
Rodrigo se apartó rápido esta vez.
—Yo no tengo la culpa —dijo— de que te vaya mal con Gabriel. Eres una mujer casada y te debes a tu marido. ¡Amargaste mi juventud, no amargues también mi vejez!
Marina quedó llorando y Rodrigo se marchó del parque, pero ya era demasiado tarde. Gabriel Ayala tenía grabadas en su móvil unas imágenes que, a esa media distancia, parecían lo que no eran. Gabriel corrió a su casa antes de que llegara su mujer, creyendo que había encontrado una mina. Pasó las imágenes a su ordenador portátil y desde allí colgó el vídeo anónimamente en YouTube, con algunos comentarios ofensivos. Así haría que Marina volviera con él, o de lo contrario, una venganza dañina y definitiva caería contra ella. A continuación, Gabriel borró las imágenes de su móvil y de su portátil, para eliminar las huellas y se echó en el sofá, esperando a que estallara el escándalo.
* * *
Al día siguiente todo Albera, si no toda España, hablaba de las imágenes. Se montó una buena. Los periódicos criticaban la hipocresía del sacerdote; algunos programas y revistas satíricos lo parodiaban. El Excmo. Arzobispo de Sevilla se vio obligado a pedirle el cese al padre Rodrigo, quien acudió a mi despacho de la comisaría de Albera para denunciar el caso en que se veía metido.
—Inspector Leiva —me dijo— tiene que creerme. Yo no hice nada con esa mujer. Fue ella quien me siguió y alguien grabó las imágenes. Es una trampa.
Yo recordaba vagamente a Rodrigo. Me explicó que de joven había pretendido a Marina sin ningún resultado. Luego ingresó en el Seminario Metropolitano de Sevilla para cumplir su verdadera vocación. Anduvo bastantes años en parroquias de Andalucía, e incluso fue misionero en Centroamérica, hasta que pudo regresar como párroco a Albera, su localidad natal, con la intención de lograr la tranquilidad. Pero lo que imaginó el paraíso se estaba convirtiendo en un infierno. El pasado le perseguía de la manera más deformada y monstruosa. Incluso peligraba su futuro como sacerdote, es decir, el sentido de su vida entera.
—Solo usted —concluyó—, en su calidad de inspector, puede ayudarme a salir de esta maligna celada que alguien me ha tendido.
La verdad era que yo no sabía cómo hacerlo, aunque no me atrevía a decírselo. Repasamos el dichoso vídeo en Internet. Quería creer a Rodrigo, pero en esas imágenes de poca calidad, de perfil, sin sonido y grabadas a unos metros de distancia, parecían en efecto una pareja de enamorados, que en todo caso estuvieran discutiendo.
Para más inri, se presentó Gabriel Ayala a denunciar a su esposa por adulterio. Si no se aclaraba rápido el asunto, pensaba solicitar el divorcio en el juzgado, la custodia de sus hijos y todos los bienes gananciales del matrimonio.
En esto vino Sor Consuelo, la pequeña monjita sagaz del convento aledaño, preocupada por la suerte del padre Rodrigo. Ella conocía la historia del sacerdote y no estaba dispuesta a que un vil montaje hundiese su carrera. La hermana entró en mi despacho con sus manitas arrugadas en actitud orante, avanzando con una decisión y energía impropias de su viejo cuerpecillo, solo explicables porque embargaba su vida la luz de Dios. Me alegré al verla, por hallarme metido en un caso tan desesperado y urgente. Sor Consuelo se hizo cargo de la situación de inmediato, paseando sus vivos ojillos por todos los asistentes. Nos saludó uno a uno, poniendo especial énfasis en el Padre Rodrigo, a quien le dijo:
—Estoy deseando asistir a sus próximas homilías.
El sacerdote suspiró diciendo:
—Me temo que ya no diré más homilías.
Entonces Sor Consuelo extendió sus manitas y dijo alegre:
—Admirable actitud en un sacerdote acusado en Internet de cometer adulterio.
—¡Porque soy inocente! —replicó Rodrigo.
—Debes serlo. Si no, ¿tendrías la sangre fría de venir a la comisaría a poner una denuncia contra la mano anónima que te acusó?
—Solo quiero salvar mi honor. Mi reputación está en peligro.
—En efecto, tú eres el perjudicado de todo esto. Lo que me pregunto es a quién puede beneficiar semejante jugada.
Sor Consuelo miró un instante a Gabriel Ayala, quien se apresuró a justificarse.
—Más perjudicado soy yo —dijo—. Este cura farsante pretende quitarme a mi esposa, y si me descuido también mi casa y mis hijos, dejándome en la calle. Lo sé todo. Ellos ya se amaban de jóvenes, antes de que yo conociera a Marina.
Rodrigo protestó airado. Sor Consuelo le explicó a Ayala:
—Me resulta curiosa tu actitud, sobre todo en comparación con la del Padre Rodrigo. Él, siendo acusado, se presenta en la comisaría para denunciar, aunque es quien más tiene que perder. Sin embargo tú, sin estar acusado de nada, vienes a denunciar y te empeñas en excusarte.
Gabriel Ayala rió con cinismo:
—No me extraña que una monja intente tapar los desmanes de un cura. Aquí soy yo quien va a perder a su mujer; él no pierde nada.
El argumento parecía de peso. A punto estuve de detener al sacerdote Rodrigo y exculpar a Ayala. Pero entonces Sor Consuelo observó los formularios de las denuncias sobre mi mesa y dijo:
—Me acusas de corporativismo, pero, ¿qué piensas tú que es la verdad?
Ayala miró a la monjita con desprecio y dijo burlón, al darse cuenta de que tenía la sartén por el mango y Sor Consuelo se había quedado sin argumentos:
—La verdad depende de cada cual. Lo que para ti es verdadero para mí puede ser falso. Por ejemplo, este cura dice una cosa y yo digo otra.
—¡Ah, entonces la verdad es relativa! ¿No es cierto que has venido a denunciar el supuesto adulterio de tu esposa?
Ayala tuvo que acceder, pues así estaba escrito en su denuncia.
—¿Y por qué iba a hacer eso alguien que no quiere perder a su mujer?
—¡Porque ella me ha engañado! No puedo quedarme sin hacer nada.
Sor Consuelo le miró con astucia.
—¿No es verdad —le dijo— que piensas pedir también la custodia de tus hijos y todos los bienes gananciales del matrimonio?
—Sí, estoy en mi derecho.
—¿Y que ya había problemas en vuestro matrimonio mucho antes de este asunto?
—Eso es algo personal, y además falso. Yo soy el marido ultrajado, máxime por un cura, y soy yo quien precisa ahora una reparación. Ahora, ¿puedo irme a casa?
Separé las manos y dije:
—Por supuesto. No tenemos nada contra usted. Será el Padre Rodrigo quien se quedará aquí detenido preventivamente.
Ayala se fue con una sonrisa de satisfacción. Yo disimulaba mi desconcierto, pero Sor Consuelo me explicó un pequeño plan. Seguimos a Gabriel Ayala en un coche. Yo conducía, Sor Consuelo iba de copiloto y detrás dos de mis mejores hombres. En cuanto Ayala entró en su casa, Sor Consuelo llamó al timbre de su puerta. Al abrirla y ver de nuevo a la monjita, Ayala protestó:
—¡Otra vez usted! ¿Qué quiere? Creo que ya ha quedado claro…
—Hablar con tu esposa. Su testimonio falta y es fundamental para el caso.
—Ahora no está en casa. Habrá ido al parque a esperar a su cura enamorado, pero esta vez se quedará sola y ella será la burlada.
—Me pregunto —repuso Sor Consuelo— quién grabaría esas imágenes y las subiría a Internet. ¿Sabes que queda un rastro en el portátil de quien lo hizo, incluso si borró las imágenes? Un buen informático podría hallarlo.
—¿Y eso qué tiene que ver conmigo?
Sor Consuelo replicó, con inocente calma:
—Como eres el perjudicado de todo esto, supongo que no tendrás inconveniente en enseñarme tu ordenador portátil.
Ayala trató de cerrar de un portazo, pero Sor Consuelo interpuso su firme cuerpecillo. Un instante después, mis hombres detuvieron al infausto Gabriel Ayala y requisaron su ordenador portátil para examinarlo. La pobre Marina, que andaba de tiendas, acudió hecha un flan en cuanto lo supo, para seguir de cerca el proceso contra su marido. Prometió que jamás volvería a hacer tonterías con nadie, y que solo tendría en adelante al Padre Rodrigo como un buen sacerdote y antiguo amigo de juventud.
Manuel del Pino