En aquel tiempo, se acercaron algunos saduceos, los que dicen que no hay resurrección, y preguntaron a Jesús: «Maestro, Moisés nos dejó escrito: “Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer, pero sin hijos, que tome la mujer como esposa y dé descendencia a su hermano». Pues bien, había siete hermanos; el primero se casó y murió sin hijos. El segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete, y murieron todos sin dejar hijos. Por último, también murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete la tuvieron como mujer».
Jesús les dijo: «En este mundo los hombres se casan y las mujeres toman esposo, pero los que sean juzgados dignos de tomar parte en el mundo futuro y en la resurrección de entre los muertos no se casarán ni ellas serán dadas en matrimonio. Pues ya no pueden morir, ya que son como ángeles; y son hijos de Dios, porque son hijos de la resurrección.
Y que los muertos resucitan, lo indicó el mismo Moisés en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor: “Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob”. No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos».
Intervinieron unos escribas: «Bien dicho, Maestro».
Y ya no se atrevían a hacerle más preguntas (San Lucas 20, 27-40).
COMENTARIO
Cuando los cristianos pensamos en la Resurrección, en la mayor parte de los casos vemos el momento de nuestra muerte en la tierra, el momento en que nuestra vida terrena termina y, es entonces cuando despertamos, resucitamos a la Vida Eterna que el Padre nos propone.
Esta es la línea espacio/tiempo que nos hemos dado para las fases en la vida de un cristiano. Sin embargo, el camino de la resurrección de los discípulos de Jesús no comienza en el momento que exhalamos nuestro último aliento de vida.
Tal como dice Jesús en su Evangelio, la resurrección es un camino que nos acompaña desde el mismo momento en el que ya, en esta vida, decimos “sí” a su invitación de seguirle. En el mismo instante que decimos como la Virgen, desde lo más profundo de nuestra alma: “Hágase en mí”, y el Espíritu Santo habita en nuestro interior. Entonces, como dice el Evangelio: «Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros (Rm 8, 11; cf. 1 Ts 4, 14; 1 Co 6, 14; 2 Co 4, 14; Flp 3, 10-11).
La buena y esperanzadora noticia es que nosotros ya hemos resucitado porque hemos dicho “si”, y nuestros cuerpos, aunque debilitados con el paso de los años, dejan paso a un alma que crece de la mano del Espíritu y cada vez está más cerca del Padre, de la Resurrección. Así como nos dice San Pablo: «Sepultados con él en el Bautismo, con él también habéis resucitado por la fe en la acción de Dios, que le resucitó de entre los muertos […] Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios» (Col 2, 12; 3, 1).
Por esta razón, en la lógica de Jesús, envejecer en el mundo, no es un camino penoso, a pesar de las dificultades, la pérdida de salud y bienestar material. Envejecer, si se ha caminado con los ojos puestos en Jesucristo, cayendo pero levantándose con la ayuda del Señor, buscándole, luchando por parecerse a Él, alimentándose de su Evangelio, entonces, nuestros cuerpos llenos del Espíritu Santo reflejarán la hermosa imagen que nos presenta el salmista: «El justo crecerá como una palmera, se alzara como cedro del Líbano; plantado en la casa del Señor, crecerá en los atrios de nuestro Dios. En la vejez seguirá dando fruto y estará lozano y frondoso; para proclamar que el Señor es justo, que en mi Roca no existe la maldad (Salmo 91)».