«En aquel tiempo, exclamó Jesús: “Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mí yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera”» (Mt 11,25-30)
Dos mensajes tiene el Evangelio de hoy y los dos son llaves maestras para vivir bien en la vida de fe. La primera llave es la humildad. La “gente sencilla” sabe muy bien que las cosas de Dios son de las que se aceptan como regalo, agradecidos y siempre sabiendo que son dones y gracias. Los sabios y entendidos saben de todo pero esto lo ignoran y cuestionan, revisan, comparan y ponen a prueba, como si los asuntos divinos se tratasen de un asunto intelectual más. No acogen la palabra como un regalo y con el sello de aquel que ni puede ni quiere engañar. El sabio y entendido no conoce este lenguaje, se acerca a Cristo y a su doctrina como a una ideología más y si le convence la acepta con reservas, en el mejor de los casos. ¿Somos gente sencilla?
“Nadie conoce al Hijo mas que el Padre y nadie conoce al Padre sino el Hijo..” ¡No nos engañemos! ¡Nunca podremos entender en plenitud a Dios! El misterio de Dios ahí está encerrado entre el Padre y el Hijo, en el Espíritu, y su conocimiento pleno no es posible al hombre por sus medios, solo cuando el Hijo lo revela. Lo más profundo de Dios es siempre susurro al oído en medio de la noche; cuando menos te lo esperas, entonces los ojos del corazón y de la mente se abren y “entiendes” sin haber razonado. Luego todo lo ves evidente —pero luego, antes estuvo el susurro—.
Cuántas personas son sabias en Dios sin estudios ni sabiduría humana, solo porque se les ha revelado ese misterio. Son gente sencilla. Es cierto que podemos acercarnos mucho a Dios con una búsqueda sincera de la Verdad, pero el abrazo profundo de la fe es don, y llega cuando lo tiene dispuesto en la vida de cada hombre.
La otra llave maestra para la vida en la fe nos la da el Señor cuando nos invita a venir a Él. “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré”. La realidad es que rezamos, rezamos y rezamos… y ¿alcanzamos el alivio en la vida del que nos habla Jesús?¿Nos liberamos del agobio de la vida? La mayoría de las veces seguimos agobiados y cansados. ¿Qué falla? Jesús no puede fallar. ¿Qué hacemos mal para rezar y rezar y seguir agobiados y sin paz en esta afanosa vida?
“Venid a mí….”, insiste el Señor, pero para ir a Él, ¿salimos antes de nosotros mismos? Ese es el problema. Ahí está el fallo. Queremos ir a Jesús sin dejarnos a nosotros mismos, queremos ir a Él con nuestros asuntos intocables, nuestros apegos y nuestras miserias escondidas, que son precisamente la fuente y la causa de nuestros agobios. “Venid a mí…”, pero de verdad, vacíos de nosotros, humildes, mansos y entonces encontraremos nuestro descanso. Ese verdadero descanso que solo Dios nos puede dar.
Esforcémonos por ser “gente sencilla” que acepta la fe como don, no como conquista intelectual, sino como regalo del cielo, como secreto susurrado al oído. Y, después, vayamos al Señor de verdad, libres de apegos y de nuestro yo más profundo para entrar en Él. Entonces la vida nos resultará más llevadera y su carga ligera.
Jerónimo Barrio