Dijo Jesús a sus discípulos «Vosotros sois la sal de la tierra. Mas si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? Ya no sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada por los hombres.
«Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte.
Ni tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa.
Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos (San Mateo 5,13-16).
COMENTARIO
Sentado aún en el monte y con sus discípulos en primera fila, dijo Jesús “vosotros sois la sal… vosotros sois la luz del mundo”. Así resumió el efecto y la esencia de las bienaventuranzas. No dice que “seréis” o que “habréis de ser”, sino que ya sois. Sólo por estar aquí sentados ante mí, escuchando la Palabra de Dios, sois la sal y la luz del mundo. Y es que estar delante de Jesús, leyendo su Evangelio, orando o en silencio, pero manteniendo el sentido de su presencia y la escucha, se produce y crece un fenómeno de energía que mueve la humanidad hacia la relación iluminada en obras y palabras. La gracia de la escucha, la ob-audiencia, es una vocación esencial de la Iglesia. Si como dice el dicho, “el mundo es un pañuelo”, al levantar cualquier parte del pañuelo, todo se levanta. La acción de tirar del hombre hacia arriba sería la escucha que acaba en oración y buenas obras. Es en esa escucha activa que levanta el alma, donde comienza la Paz de Dios en todos los estamentos, y donde acaban las guerras privadas y públicas.
La sal y la luz de este mundo no parece que tengan en común más que ser estimulantes de sentidos. Una afecta al gusto, la otra a la vista, pero sin ellas el mundo no tendría sabor, y solo podríamos conocernos a ciegas, en el tacto. En el Reino de Cristo, la comunión con Él hace brotar el sabor y la luz de la verdad del Espíritu, porque “El Reino ya está cerca”, que fue el primer Evangelio de Dios que proclamó Jesús (Mc.1,15), y por su cercanía, el sabor y la luz del amor ya pueden gustarse por todos, hermanos o no, en nuestras ‘buenas obras’, que aliñan el mundo con su salero y gracia.
Las obras de un cristiano, desde el martirio de sangre, al silencioso de un monje o monja consagrados, se ven y saborean a distancia. No pueden ocultarse a los ojos del espíritu del hombre, porque la humanidad está hecha para ser sabor y luz de toda la creación. Si deja diluir su esencia entre otros sabores, y esconde la luz bajo celemines, tendrá Dios que crear un cosmos nuevo. Y viendo cómo vamos, lo tendrá que hacer pronto, cuando Él venga. Porque su casa y su ciudad para vivir con el hombre es un palacio de Luz, y de palabras salerosas de gracia y alabanza, que todo lo transforman en el gran hecho del amor. La sal y la luz, tiene que haberlas como origen, final y marco presente de su humanidad.
Conociendo a Jesús que siempre hace de todo, relación al Padre, cabe la pregunta ¿y si lo de “tirarla fuera para que la pisen los hombres”, no fuera la sal, sino la tierra sin la gracia de Dios? Si la sal de la gracia de los cristianos se vuelve sosa, si se pierde la fe, la tierra no sirve ya para ser alabanza, que es el fin para el que se creó, ni para cosa alguna, sino ser pisoteada por los hombres que viven en ella. Si la tierra ha perdido la sabiduría, el sabor a Dios que ponen los hombres y mujeres de Cristo, que hoy el Evangelio llama ‘sal’ y ‘luz’, acabaremos matándonos unos a otros y a nosotros mismos, que es la obra quemada del diablo.
Solo habrá vida con la sal y luz de Dios que cada uno aportamos en nuestro granito y diminuto rayo. Juntos haremos que la tierra y todo lo que existe en ella, sirva de alabanza, y se vea a Dios en nuestras obras. Entonces su casa la Iglesia, será casa de luz, y todo lo que en ella se hace tendrá ‘sabor’ a Cristo.