Al enterarse Jesús de que habían arrestado a Juan se retiró a Galilea. Dejando Nazaret se estableció en Cafarnaún, junto al mar, en el territorio de Zabulón y Neftalí, para que se cumpliera lo dicho por medio del profeta Isaías: «Tierra de Zabulón y tierra de Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles. El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló».
Desde entonces comenzó Jesús a predicar diciendo: «Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos». Paseando junto al mar de Galilea vio a dos hermanos, a Simón, llamado Pedro, y a Andrés, que estaban echando la red en el mar, pues eran pescadores. Les dijo: «Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres». Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Y pasando adelante vio a otros dos hermanos, a Santiago, hijo de Zebedeo, y a Juan, su hermano, que estaban en la barca repasando las redes con Zebedeo, su padre, y los llamó. Inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron.(Mt 4,12-23)
El primer versículo, que solo parece una escueta información noticiosa que le dan a Jesús sobre la detención de Juan, en realidad es el fundamento profundo de la oración como relación humilde del hombre con su Dios. Dice el Evangelio: «Al enterarse Jesús de que habían arrestado a Juan…» ¡Como si Él no lo supiera! Lo sabía antes de que sucediese, y vinculó sus planes de salvación no solo a la buena noticia que Él daba a los hombres, sino a la noticia que los hombres le daban a Él de las cosas de otros hombres. ¡Suerte tuvieron los habitantes del otro lado del Jordan de que «alguien» informarse a Jesús! Suerte de que alguien pusiese delante de sus ojos de hombre, un hecho humano injusto, que entristecía a muchos, porque iba contra toda justicia de Dios. Nuestra liturgia y oración personal están llenas de esas obviedades que nosotros ponemos delante de Dios, por eso el Evangelio de hoy, la Noticia buena, ayuda a perder el miedo a traducir en palabras nuestras, el sentido de la relación. El propio Juan, ahora en la cárcel, sabía que su servicio al pueblo de Dios, había terminado, porque empezaba el tiempo del Esposo y Señor. El mismo Jesús predijo su propio martirio con exactitud milimétrica, pero quiso que alguien diese la señal de salida, y esperó a que Judas lo vendiera, o el sumo sacerdote lo condenara. Entonces se entregó como vida de los hombres. En esa dinámica se incardina la oración de la Iglesia y la personal: «Señor, mira lo que está pasando entre los hombres… nos falta de esto… necesitamos de aquello… gracias por tus regalos…¡salvanos que nos hundimos!». Aunque estemos seguros de que El sabe lo que está pasando, y que sabe lo que queremos antes de que se lo pidamos y antes de que sintamos siquiera la necesidad, también es seguro que a El le gusta que le pidamos, que le demos la noticia de las cosas que pasan en la tierra, aunque las sepa. Es en esa especie de Evangelio en sentido inverso que es la oración, donde se produce la relación del amor. Y Pedro tendrá en ella su cátedra.
A partir de aquel día Jesus empezó a pasearse y predicar por todos los pueblos, y no acabará hasta el fin de este mundo. El primer impulso de respuesta a su palabra será la conversión, la matenoia como actitud central que exige el Evangelio, y que se traduce en llamada a seguirlo:«Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres». A Pedro le debió encantar aquella propuesta, pero Jesús, un carpintero de Nazaret, –pensaría el Simón pescador para sí–, ¿qué sabía de pesca?.
Con todo, fue el primer fruto de conversión de la predicación o kerigma, y de la llamada directa de Jesús a hombres concretos. Al mejor pescador de peces de Galilea, ahora le proponían pescar hombres. Hoy sabemos lo que quería decir y hacer aquel Maestro, pero a un galileo rudo y práctico de hace dos mil años, que vivía de la habilidad de sus sentidos para leer los signos del clima y del mar, la propuesta le sonaría extraña. ¿Pero qué tenía Jesús que lo convenció, dejó todas sus cosas y lo siguió? El propio Mateo que lo cuenta, y el protagonista Pedro, eran gente práctica, de medir y contar con sus manos el fruto del trabajo. Se entiende mejor la respuesta en Andrés, o en Juan, que ya estaban prendados del Cordero de Dios por los testimonios del Bautista.¿Pero Pedro? Seguramente no era el primer encuentro, porque Mateo dice de Simón que era «el llamado Pedro», y ese nombre se lo había puesto el mismo Jesús la primera vez que lo vio. La versión de Juan en su Evangelio del primer encuentro sobre la llamada y el seguimiento parecen más convincentes. Pedro y Andrés, Santiago y Juan, eran hombres ya tocados por la gracia que esperaban al Mesías en el Reino de Dios Prometido.
Hay una actitud del hombre ante la llamada de Dios que Mateo recoge en varios de sus relatos y que era como la esencia misma de la respuesta cristiana. Es la actitud de José cuando le notició el ángel del embarazo de María, o de la huida a Egipto, o la vuelta a Nazaret, y no preguntó nada. Se levantó y cumplió. Pedro, según Mateo hizo lo mismo. Escuchó «Venid en pos de mí...», y dejándolo todo, lo siguió.
Eran poetas y después discípulos. La poiesis es la virtud, que traduce en hechos las luces de las palabras. Es la diaconía de los Angeles que Mateo recoge en el versículo anterior (Mt 4,11). Tras las tentaciones en el desierto, y como titular de la llamada a los discípulos, dice el Evangelista que «los ángeles se acercaron y le servían» E inmediatamente cuenta cómo llama a Pedro y los demás para eso mismo, para servir.