Hermenegildo Sevilla Garrido«En aquel tiempo, la gente se agolpaba alrededor de Jesús para oír la palabra de Dios, estando él a orillas del lago de Genesaret. Vio dos barcas que estaban junto a la orilla; los pescadores habían desembarcado y estaban lavando las redes. Subió a una de las barcas, la de Simón, y le pidió que la apartara un poco de tierra. Desde la barca, sentado, enseñaba a la gente. Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: “Rema mar adentro, y echad las redes para pescar”. Simón contestó: “Maestro, nos hemos pasado la noche bregando y no hemos cogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes”. Y, puestos a la obra, hicieron una redada de peces tan grande que reventaba la red. Hicieron señas a lo socios de la otra barca, para que vinieran a echarles una mano. Se acercaron ellos y llenaron las dos barcas, que casi se hundían. Al ver esto, Simón Pedro se arrojó a los pies de Jesús diciendo: “Apártate de mi, Señor, que soy un pecador”. Y es que el asombro se había apoderado de él y de los que estaban con él, al ver la redada de peces que habían cogido; y lo mismo les pasaba a Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Jesús dijo a Simón: “No temas; desde ahora serás pescador de hombres”. Ellos sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron”». (Lc 5, 1-11)
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Los milagros que realizó Jesús a lo largo de su vida pública tienen, como carga añadida, también una lección de humildad para el ser humano. Ciertamente, no están hechos como ostentación de poder, sino como apoyo a su Palabra; para aquellos más incrédulos o de corazón endurecido. Ante la debilidad humana, manifestada en forma de desconfianza, el Señor se ve “obligado”, en favor de la salvación del hombre, a demostrar la veracidad de su Palabra con una serie de milagros. Le obligaron a hacer su voluntad, aunque habían oído su Palabra; existe cierta similitud entre esto y el salmo invitatorio.
Y esto, llevado a un plano personal, pone de manifiesto, que cuando alguien duda de mi palabra, aflora en mí, muchas veces, una actitud de soberbia y prefiero dejar al escéptico que siga por su camino, esperando que se estrelle con mi verdad. Mi falta de humildad me impide darle más explicaciones o realizar más intentos para convencerle, aunque sepa que es bueno y necesario para él. Afortunadamente, Dios no es así.
En este evangelio podemos ver cómo Pedro duda del poder de Jesús. Y de nuevo, ante esto, me veo catapultado a mi propia realidad, que refleja cómo, después de haber recibido tanta palabra de Dios, tantas muestras de su amor y su poder, habiéndome sacado tantas veces de la “ciénaga”, cuando se me presenta algún problema de especial envergadura dudo todavía de que Jesucristo vuelva a acudir de nuevo para salvarme.; y el Señor que no quiere perderme, por puro amor y misericordia, no se cansa de demostrarme una y otra vez que El esta ahí, a mi lado, que nunca me abandona. Muchas veces se ve “obligado” a realizar esos “milagritos” que yo le pido; cuando el verdadero milagro, el que yo necesito, es el ver que la voluntad de Dios es siempre una acción de amor y salvación, y que los acontecimientos que se me presentan en la vida son, me gusten o no, un fiel reflejo de esta verdad.
Es bueno observar en este evangelio que, aunque Pedro andaba atareado con el trabajo que le servía de sustento material, ante la petición de Jesús, aparca su actividad para ponerse a la escucha de su Palabra. Esta actitud antecede a la sorpresa y el sobrecogimiento que causa el comprobar que Jesús demostraba con milagros la veracidad de su Palabra. Los milagros, que en principio sanan el cuerpo, tienen como fundamental finalidad la curación del alma.
Es triste observar que el hombre de hoy, con el que nos encontramos todos los días, por lo general no deja ningún lugar, ningún rincón en su vida que pueda ser ocupado por Jesús. No queda margen para la actuación de Dios en el corazón del hombre contemporáneo, el cual padece de una especie de activismo centrado y dirigido, con carácter de exclusividad, a satisfacer a un “yo” absorbente y endiosado. Se ha perdido, para este hombre, el discernimiento necesario para escuchar y ver las obras de Dios. El corazón se ha endurecido hasta el punto de solo aspirar a satisfacciones materiales.
Por esto, si el Señor, por pura gracia, sin mérito alguno por tu parte, ha tenido a bien abrirte los oídos y el corazón, si en ti se ha renovado el “efetá” (ábrete) del Bautismo, es para que puedas llevar a cabo la misión de Pedro: ser pescador de hombres. Para esto es necesario primero abandonar todo lo que obstaculice o actúe como lastre en este envío. Los apóstoles lo dejaron todo para seguirle. En la medida que se esté cerca de esto, se podrán obtener frutos de conversión.