«En aquel tiempo, muchos discípulos de Jesús, al oírlo, dijeron: “Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?”. Adivinando Jesús que sus discípulos lo criticaban, les dijo: “¿Esto os hace vacilar? ¿Y si vierais al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El espíritu es quien da vida; la carne no sirve de nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida. Y con todo, algunos de vosotros no creen”. Pues Jesús sabía desde el principio quiénes no creían y quién lo iba a entregar. Y dijo: “Por eso os he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede”. Desde entonces, muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él. Entonces Jesús les dijo a los Doce: “¿También vosotros queréis marcharos?”. Simon Pedro le contestó: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios”».
En estos últimos días de la tercera semana de Pascua vienen proclamándose distintos fragmentos del capítulo 6 de San Juan sobre el gran discurso del pan de vida. Algunos teólogos ven en esta exposición de Jesús un contenido claro eucarístico: comer la carne y beber la sangre de Jesús y tener en ello la Vida eterna.
Sin dejar de ser aceptable esa interpretación, sin embargo, hay un aspecto mucho más profundo, al menos en este pasaje de hoy. La palabra de Jesús, su lenguaje, es duro. Su modo de hablar escandaliza a muchos de sus discípulos, hasta el punto de que dejaron de ir con Él y le abandonaron.
Aparece de nuevo la cuestión de la vocación, la elección y la gracia. La elección por parte de Dios y la gracia de Dios para poder seguir a Jesús, para ser discípulo suyo. Es siempre Dios quien toma la iniciativa. Es Jesús quien elige y quien llama. Nadie puede ir tras Él si el Padre no se lo concede.
Al comienzo de su ministerio público, Jesús es sometido a las tentaciones del diablo. En una de ellas, Satanás le propone convertir las piedras del desierto en pan para saciar su hambre. Al fin y al cabo, Él es el hijo de Dios, tiene poder para hacerlo. Sin embargo Jesús le responde con la Escritura: «No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios». El hombre vive verdaderamente de la Palabra de Dios. La verdadera vida, la vida que no perece, la Vida eterna, no es alimentada pon pan material, sino por el propio Dios, por la Palabra de Dios, por la voluntad de Dios. Este es el verdadero pan del cielo.
Jesús, cuando sus discípulos le ofrecen de comer en el pozo de Jacob, en Siquem, donde había tenido un encuentro y un diálogo con la mujer samaritana, les responde: «Yo tengo para comer un alimento que vosotros no conocéis. Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado, mi Padre, y llevar a cabo su obra» (Jn 4, 34).
Jesús es el enviado del Padre. Tiene una misión: dar a conocer al mundo la voluntad de salvación de Dios en su propia persona. Jesús es a la vez el portador y el contenido de la misión que le ha encomendado el Padre: salvar al mundo. «Esta es la Vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo» (Jn 17, 3). «Ahora ya saben (los que han guardado tu palabra) que todo lo que me has dado viene de ti; porque las palabras que tú me diste se las he dado a ellos y ellos las han aceptado y han reconocido verdaderamente que vengo de ti, y han creído que tú me has enviado» (Jn 17, 8).
En este pasaje de hoy, ya se preanuncia la Ascensión y la Venida del Espíritu Santo: «… ¿y si vierais al hijo del hombre subir donde estaba antes? El Espíritu es quien da vida». Jesús hace partícipes a los suyos de esta su misión divina. La comunidad de seguidores de Jesús, la Iglesia, está llamada a reproducir en cada generación la misma misión de su Señor: anunciar a todo hombre la salvación en Jesucristo, en su misterio Pascual, en su muerte y resurrección. Para ello es necesaria una íntima unión entre Jesús y sus discípulos. Es necesario que Jesús esté dentro de los suyos. Como dirá S. Pablo: «es Cristo quien vive en mi». De ahí lo de comer su carne y beber su sangre. Ciertamente la Eucaristía es el más perfecto signo visible (sacramento) que expresa y realiza esta unión entre Cristo y su Iglesia.
Pedro, como figura preeminente de la Iglesia, toma una vez más la palabra en medio del grupo de los discípulos y con esa asistencia especial del Espíritu Santo, resume el sentir de todos: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios».
Qué el Señor nos conceda esta fe y esta certeza de Pedro de que solo en Jesús hay palabras de Vida eterna.
Ángel Olías