San Pablo, por su parte, nos habla de los ojos del corazón. Ojos que tienen luz propia para comprender y contemplar las cosas de Dios, sus dones, la riqueza con la que reviste a sus hijos: “Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os conceda espíritu de sabiduría y de revelación para conocerle perfectamente; iluminando los ojos de vuestro corazón para que conozcáis cuál es la esperanza a la que habéis sido llamados por él; cuál la riqueza de la gloria otorgada por él…” (Ef 1,17-18).
Verán al que traspasaron, dice Juan parafraseando a Zacarías, cuando sus ojos contemplaron al crucificado atravesado por la lanza del soldado. Verán y esperarán lo que los profetas denominaron “el día de Dios”. Es el “día en que actuó el Señor, día de alegría y gozo” (Sl 118,24).
Se trata del día de la luz por excelencia. Es la obra que se presenta como “su maravilla ante nuestros ojos” (Sl 118,23). Es el día que el Padre, con el temblor propio de quien ha amado hasta la extenuación, arrancó con sus propias manos las losas del sepulcro que habían retenido a su Hijo, el Amado, en quien se derramaba su complacencia. Ese día la muerte fue vencida.
Ése fue el día en que el Padre recobró al Hijo y el Hijo recobró al Padre. Es también el día en el que le fue abierto al hombre el proceso de su divinización; el día anunciado por los profetas en el que el hombre, libre de la carga de los ídolos, se puede volver a Dios; el Uno, el Único. Día excelso acerca del cual nos habla proféticamente aquel que ha sido llamado el Consolador de Israel: “Aquel día se dirigirá el hombre a su Hacedor, y sus ojos hacia el Santo de Israel mirarán. No se fijará en los altares, obra de sus manos, ni lo que hicieron sus dedos…” (Is 17,7-8).
¡Aquel día! Dirán una y otra vez los profetas, animando a las almas abatidas de los israelitas cuando la tiranía de Babilonia se yergue majestuosa sobre ellos, ocultándoles todo atisbo de trascendencia. Todo se conjura contra ellos. Todo el pecado del mundo, incluido el suyo propio, les pesa… Mas la Voz no deja de resonar… ¡Aquel día! Aquel día vuestros ojos me verán… “Jesús, dirigiéndose al ciego le dijo: ¿qué quieres que te haga? El ciego le dijo: Maestro, quiero ver. Jesús le dijo: Vete, tu fe te ha salvado. Y al instante, recobró la vista y le seguía por el camino” (Mc 10,51-52).
Aquel día es el hoy interminable de la salvación del hombre. Ese hoy que conoció Zaqueo cuando “se hizo como un niño” y se subió a un árbol para poder ver con sus propios ojos a Jesús que pasaba por Jericó. Mucho de fama, respeto y honor perdía Zaqueo al subirse al árbol como los demás críos. Pero más importante para él era ver a Jesús. Y como era pequeño de estatura, se encaramó al árbol.
Grande fue la apuesta de este jefe de publicanos de Jericó… y la ganó. Obtuvo el hoy de su salvación. Dos pares de ojos se cruzaron: los de Jesús que había venido a su encuentro, y los de Zaqueo que había apostado todo por Él. Al cruzarse sus ojos, se besaron el cielo y la tierra, y resonó “el Día, el Hoy de Zaqueo”. Oigamos este momento culminante narrado por Lucas: “Cuando Jesús llegó a aquel sitio, alzando la vista, le dijo: Zaqueo, baja pronto; porque conviene que hoy me quede yo en tu casa” (Lc 19,5) Le está diciendo Jesús: Hoy quiero hospedarme-encarnarme en tus entrañas (Jn 14,23).
Zaqueo, en su ansia por encontrarse con Jesucristo, representa a todos los buscadores de Dios, aquellos que le buscan con la boca y el corazón, es decir, con honestidad y nobleza. En su búsqueda, no “nadó y guardó la ropa”. Por el contrario, al igual que Pablo (Fl 3,7-8), perdió todas las cosas por encontrar y descubrir en el hombre que pasaba por su vida al Dios que salva. Zaqueo hizo con Jesús su experiencia del “ecce Deus”, tal y como se manifestó en su resurrección. Le reconoció como Dios, le llamó Señor –Adonai- y le confió su alma arrojando de ella la cabeza y matriz de todos sus pretendientes que no son más que parásitos: sus riquezas y dinero (Lc 19,8).
Libre de estos pretendientes tan poco recomendables, el alma de Zaqueo se pudo apretar contra Dios, como dice el salmista (Sl 63,9). Liberado de sus parásitos, falsos prometedores de vida, su alma encajó, se acopló de forma natural con su complemento: Dios. Se hizo así realidad en él el Shemá (Dt 6,4-5), que podríamos traducir así: “Escucha, Zaqueo, sólo uno es quien encaja en tu alma. Te acoplarás al Único con todo tu corazón, con todas tus fuerzas, con todo tu ser. Zaqueo, desde ahora te podrás entrelazar conmigo porque yo, Jesús, el ecce homo, y también el ecce Deus, estoy hospedado en tu casa porque me buscaste.
Antonio Pavía