«En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. El juicio consiste en esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz para que se vea que sus obras están hechas según Dios». (Jn 3,14-21)
El amor es el testimonio cristiano que mejor entendemos, el más directo y el más válido. Solo el que ama vive de verdad, porque es capaz de salir de sí mismo, de sus propios beneficios y exigencias para ponerse en lugar de los demás. Así es Dios, y así es Jesús, donación total, eterna, plena, dar la vida, un darse totalmente, completamente, absolutamente; un regalarse tan inmenso que nosotros apenas lo podemos vislumbrar.
Si nosotros vamos por el camino de la Luz no debemos temer nada. Sin embargo, los que huyen de la Luz es porque prefieren la oscuridad y andan escondiéndose. Su luz no brilla, oscurece. Nos recuerda San Juan las palabras que oyó de los labios del Maestro: «Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12).
Jesús nos ilumina y quiere que su Luz brille para todos.
Miguel Iborra