Esta mañana me ha despertado el deslumbrante sol mediterráneo. La luz se me colaba por los ojos a raudales. El mar a mis pies era una gema líquida, terso, brillante, apacible… Acompañaba al idílico momento el canto de los pájaros mañaneros y ante mis ojos se erguían en su tallo desde un rosal cercano unas espléndidas rosas rojas de exquisito perfume. Mis sentidos se iban saciando de belleza, y por un momento pensé: esto debe ser la felicidad, confundiendo la excelencia de los dones que se me ofrecían, con el donador de los mismos.
A lo largo de la mañana me han salido al encuentro dificultades y problemas que han ido in crescendo y de un plumazo se han disipado todas aquellas sensaciones que apenas unas horas antes me colmaban. He comprendido que la felicidad es algo más profundo, muy por encima de la voluptuosidad sensorial.
De repente me han venido a la mente estos versos de Teresa de Jesús: «Nada te turbe/ Nada te espante/ Todo se pasa/ Dios no se muda/ Quien a Dios tiene nada le falta/ Sólo Dios basta». He alzado la mirada al cielo para encontrar el verdadero consuelo en el Único que me colma en profundidad. El encuentro con el Señor me ha llevado a una paz profunda, a exclamar con el Apóstol Pedro: ¡Qué bien se está aquí!, y a repetir las sabias palabras de San Agustín: «Porque nos creaste, Señor, para Ti, inquieto estará nuestro corazón hasta que descanse en Ti».
Nuestro Dios, el Buen Padre, nos llama insistentemente, y si le abrimos una rendija para entrar ya no podremos dejar de buscarle, nada importa que tengamos sufrimientos o alegría, con Él a nuestro lado, como nuestro Camino, saciaremos la sed profunda de nuestro corazón, la sed de Verdad y de Vida, y dejaremos de buscar el agua en cisternas agrietadas para pedirle a Él, como la Samaritana, el agua viva que salta hasta la Vida Eterna.
Isabel Rodríguez de Vera Plazas