En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán?
No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente.
Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte.
Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa.
Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo». Mateo 5, 13-16
En mi parroquia viene siendo tradición (y creo que se hace en muchas más) que el domingo más cercano a la fiesta de la Presentación de Jesús en el Templo se invite a los niños bautizados durante el año junto con sus madres para celebrar una sencilla y a la vez entrañable liturgia en la que los niños son ofrecidos a la Virgen María. Aunque no coincida exactamente con el 2 de febrero, se repite la tradicional bendición de las candelas (“Luz para alumbrar a las naciones”) y se invita a renovar el significado del rito de la luz del día del bautismo.
El Evangelio de este domingo invita a ser “sal” y “luz”. Curiosamente dos signos que aparecen en el rito del bautismo, si bien es verdad que el “rito de la sal” está prácticamente desaparecido. Los más mayores todavía lo recuerdan acompañado, además, de ciertas interpretaciones más o menos pintorescas e incluso cargadas de superstición: Si el niño se relamía es que iba a ser gracioso, “mu resalao” que dirían los andaluces; si, en cambio ponía mala cara iba a ser un mal cristiano; si aguantaba sin llorar es que iba a ser muy valiente; vamos que dentro del rito de bautismo venía a ser algo así como hacerle la carta astral. Sin embargo, no estaría mal redescubrir su significado: Formaba parte de los ritos pre-bautismales o de los catecúmenos e iba acompañada de una serie de exorcismos. Se interpretaba como el querer saborear las cosas de Dios: poner sabor a la vida.
De entrada “sal” y “luz” son dos conceptos cuyo significado y valor hoy no tiene nada que ver con lo que resonaría en los oídos de los discípulos y la muchedumbre que escuchase el Sermón de la Montaña. La sal hoy es muy barata. Casi no tiene valor. Lo mismo ocurre con la luz, aunque este invierno nos estén poniendo el recibo por las nubes, sigue siendo algo fácilmente asequible. Ya ni hay que pegar el pellizco a la pared, basta con que una minúscula célula fotoeléctrica detecte tu presencia y ¡la luz se hizo!.
Sal y luz eran artículos muy preciados, auténticos tesoros. La sal era necesaria para conservar los alimentos y era moneda de cambio ¿de dónde si no viene la palabra “salario”? Pero, además, es algo muy delicado pues se diluye fácilmente. ¿Te imaginas que la sal siguiese usándose como dinero y te acuerdas que te dejaste el monedero en el bolsillo al momento de poner la lavadora?
Y lo mismo con la luz. Que yo sepa casi la única fuente lumínica que existía era el aceite, por supuesto, de oliva. Me dicen a mí que ese “oro verde” denominación de origen “Sierra de Cazorla”, el mejor del mundo, ese que pongo yo en las tostadas cada mañana, hay que quemarlo en una lámpara y me da algo.
Sal y luz, signos del bautismo. Ser hijos de Dios: ¿hay algo más valioso? Pero tanto la sal como la luz cumplen su cometido diluyéndose, agotándose… para dar sabor, para dar luz. Para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo.
“Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva.” (Rm. 6, 4)