Con alguna frecuencia me preguntan acerca de la necesidad o no de la alteración de la vigente Ley de Libertad Religiosa que, al parecer, el Gobierno pretende reformar.
Suelo contestar que, tratándose de leyes que se refieren a derechos fundamentales, la única demanda social atendible en relación con su reforma sería la necesidad de ampliación de contenidos. Ahora bien, la LOLR [Ley Orgánica de Libertad Religiosa] española —que ha servido de modelo a otras muchas— tutela con generosidad la primera de las libertades, que es la religiosa. En este sentido, no sería absolutamente necesaria una reforma.
Objeción de conciencia
De todas formas, si la modificación se aborda habría que partir de la perspectiva de ampliación del derecho de libertad religiosa, no de su restricción. Un ejemplo: las objeciones de conciencia.
Existe una tendencia que intenta restringirlas, de modo que solamente serían tutelables si el legislador previamente así lo dispone. Esto es una recusable suplantación de la libertad de conciencia como derecho constitucional por una visión cicatera y burocrática. No es la objeción de conciencia una suerte de “delirio religioso”, que habría que relegar a las catacumbas sociales, sin derecho de ciudadanía, sino manifestación de ese derecho fundamental que es la estrella polar de las democracias: la libertad de conciencia.
Por eso, una reforma de la LOLR debería ir en la línea, por ejemplo, de la amplia garantía concedida a la objeción de conciencia en la Carta de Derechos fundamentales de la UE o en la reciente ley portuguesa que expresamente la recoge con generosidad. Acaban de reunirse en el Vaticano dos personas que representan los dos poderes más significativos de la Tierra. El poder “espiritual”, encarnado en Benedicto XVI, y el poder político “en estado puro”, representado en el presidente de Estados Unidos Barack H. Obama.
Unos cuarenta minutos ha durado la entrevista, que entre traducciones y protocolo, quedaría reducida a no más de veinte minutos. Uno de los temas expresamente tratados —según las Notas oficiales— ha sido la objeción de conciencia. Se entiende su importancia y necesidad de máxima tutela.
Un talante positivo
Pero la clave de la reforma no radica en ella misma, sino en el talante con que se aborde. Algunos sectores políticos españoles entienden que el Estado debe resumir en sí todas las verdades posibles. En vez de garante de la legalidad de los actos y la legitimidad de los poderes públicos, debería transformarse —dicen— en custodio de un determinado patrimonio moral (que suele coincidir con los llamados “nuevos valores emergentes” políticamente correctos) y que le confiere poderes ilimitados. Una reforma de la LOLR realizada desde esa perspectiva, caería en la tentación de recorrer un camino hacia atrás en la búsqueda de un laicismo arqueológico.
Cabe otra visión. La de la que viene llamándose la “laicidad positiva”. Cuando Régis Debray, en Francia, preconiza el paso de una laicidad de incompetencia o de combate a una laicidad de inteligencia en materia de educación religiosa, apunta a un concepto positivo de laicidad. Una laicidad “positiva” cuyo punto de partida es la convicción de que la opinión pública en las democracias suele ser una mezcla de sensibilidad para ciertos males y de insensibilidad para otros.
La misión del Estado es animar a las fuerzas sociales (entre ellas las Iglesias) a que contribuyan a despertar las zonas de sensibilidad dormida, alertando acerca de carencias espirituales y culturales que fortalezcan el tejido social. Es la interpretación del Tribunal Constitucional español, que se inclina hacia lo que los europeos llamamos “laicidad positiva” y los americanos “neutralidad benevolente”. Una posición bastante realista, pues se alinea con aquella parte de Europa (desde la Europa postsoviética hasta la propia Escandinavia o el Reino Unido) que se decantan formalmente hacia modelos de cooperación entre las Iglesias y el Estado compatibles con la neutralidad.
En este sentido, cualquier reforma de la Ley debería orientarse a potenciar los aspectos positivos de la libertad religiosa. De ahí que cuanto más amplia, abierta y holgada sea la ley de libertad religiosa —como lo es la vigente de 1980— mayor libertad existirá en el ejercicio de este derecho fundamental. Y, en definitiva, de esto se trata: no de sofocar la libertad, sino de regularla para amparar su ejercicio y promocionar su desarrollo.
La Ley y los Acuerdos
Una pregunta de interés es la relación entre la reforma de la Ley de Libertad Religiosa y los Acuerdos internacionales suscritos en 1979 por la Santa Sede y el Estado español. Es decir, si esa reforma podría ir en contra de los Acuerdos aludidos.
El respeto de los Acuerdos con la Santa Sede por una ley de rango inferior es una elemental exigencia del principio de jerarquía de fuentes. Un planteamiento diverso sería, entre otras cosas, una recusable manifestación de ignorancia por parte del Gobierno. La petición de eliminación de los Acuerdos (ya sean los convenidos con la Iglesia católica o con las otras confesiones) es “a-histórica”. Hoy vivimos una época de leyes especiales, formal o informalmente pactadas con muy diversos grupos sociales: sindicatos, trust, empresas, etc.
El vigente sistema de acuerdos con las confesiones religiosas no es manifestación de un “pluriconfesionalismo laico” más o menos solapado. Es simplemente incorporar al notable grupo de centros generadores de derecho pactado también a las confesiones religiosas. Una manifestación de sentido común y jurídico que potencia fórmulas de consenso que, al tiempo que satisfagan a las inteligencias, aquieten las pasiones sociales. Es decir, y en una palabra, la superior cualificación de los Acuerdos como tratados internacionales veta cualquier pretensión de vulneración —soterrada o clara— a través de la reforma de una ley de rango inferior, como es la Orgánica de Libertad Religiosa.