Estos días se está escribiendo mucho sobre la excarcelación de terroristas y el agravio que supone para las víctimas del terrorismo. Se pone de manifiesto la injusticia que esto supone, la falta de arrepentimiento de los verdugos, y la posibilidad de que reincidan en sus fechorías. Todo esto es cierto y sería de desear una justicia que verdaderamente mereciera el nombre de tal.
Sin embargo, puntualizado lo que antecede, conviene advertir que las víctimas que aún siguen con vida y sus allegados, víctimas morales también, ante tanta burla de una supuesta justicia, se sienten engañados, ridiculizados y profundamente ofendidos. En el fondo de muchos de sus corazones late un deseo insatisfecho de venganza, un odio profundo hacia los causantes de su desgracia y un desprecio absoluto hacia los que manejan las riendas de la justicia.
Más o menos, ante este planteamiento, habría que puntualizar una serie de consideraciones de las que no he oído hablar a lo largo de toda la historia del trágico terrorismo que ha contaminado a España. Me refiero y me dirijo a los que se consideran buenos cristianos entre las víctimas vivas del terrorismo y, además, participan de los sentimientos que acabo de exponer.
Quienes posean dichos sentimientos y no estén dispuestos a pedirle a Dios que les cambie el corazón, deben saber que no son verdaderamente cristianos, seguidores de Jesucristo. Baso esta afirmación tan contundente en los siguientes textos del Evangelio:
Cristo enseñó a rezar a sus discípulos diciendo: “…perdónanos nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden…”. No dijo: “excluidos estos o aquellos ofensores” o “salvo tales tipos de ofensas imperdonables”.
También nos dijo: “Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial…” (Mt. 5, 44s). Es decir, que a un cristiano no ha de bastarle con perdonar; para ser verdaderamente hijo de Dios, ha de amar al enemigo. Esto está muy por encima del simple perdón.
Se puede argüir que esto es muy difícil. Yo digo que no es muy difícil; francamente, es imposible. Humanamente imposible en nuestras fuerzas; pero no así para Dios. Él puede hacer que llegue a darse en nosotros ese amor. La única condición para ello es que, reconociendo nuestra impotencia, desde nuestra libertad, le pidamos que nos conceda amar así, porque hayamos comprendido que esa es la única forma de ser felices, de vivir en paz. Cristo nunca nos engaña ni nos pide imposibles…, pero nos deja libres, totalmente libres para seguir o no sus sugerencias.
Por otra parte, si no todas las víctimas difuntas, sí la inmensa mayoría habrán aceptado ser acogidas en los brazos amorosos del Padre. Siendo así, ¿cabe pensar que participen de nuestros mezquinos sentimientos? ¿No estarán, por el contrario, en plena sintonía con el sentir de Dios que ama infinitamente todo lo que ha creado? Si es así, amarán a los que les causaron la muerte y desearán que un día, también ellos, arrepentidos, vuelen a los brazos del Padre.