«En aquel tiempo, Jesús, levantando los ojos al cielo, oró, diciendo: “Padre santo, no solo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. También les di a ellos la gloria que me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno; yo en ellos, y tú en mí, para que sean completamente uno, de modo que el mundo sepa que tú me has enviado y los has amado como me has amado a mí. Padre, este es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria, la que me diste, porque me amabas, antes de la fundación del mundo. Padre justo, si el mundo no te ha conocido, yo te he conocido, y estos han conocido que tú me enviaste. Les he dado a conocer y les daré a conocer tu nombre, para que el amor que me tenías esté con ellos, como también yo estoy con ellos”». (Jn 17, 20-26)
Estamos terminando el tiempo pascual y es hora de hacer balance. La liturgia nos propone en estos días en el Evangelio la “Oración Sacerdotal”, “Testamento” de Jesús en el cenáculo, después de haber celebrado su última Cena.
Un Testamento es una cosa muy seria. El respeto a las últimas voluntades es una cosa muy seria. Si hoy nos tocase ser los albaceas de un amigo o familiar nuestro, que se ejerza el cumplimiento de su “última voluntad” lo tomaríamos muy en serio. Y en el caso de Jesús; tanto, tanto que, conociendo nuestra masa (“Padre, ¡a ver qué van a hacer estos “hijos pródigos” con la herencia que les vamos a dejar!”), no puede por menos que elevar sus ojos al cielo: “Padre Santo, no solo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos.”
Y es que, me duele decirlo, pero hay que poner en cuestión la “eficacia” de la oración de Jesús. Tan solo unos días más tarde, ya Glorioso y Resucitado tendrá que “reprochar” a Tomás: “¿Porque me has visto has creído?. Dichosos los que crean sin haber visto”. Y nosotros seguimos poniendo a Tomás como paradigma de incredulidad, cuando en realidad Tomás no pudo “creer por la palabra de ellos”, sencillamente porque nada había cambiado en ellos; seguían encerrados; seguían en sus miedos, creyeron en Jesús, pero su vida no cambió.
Y es que una cosa es ser creyentes, y otra ser “creíbles”. Ya este domingo escuchábamos el final del Evangelio de Marcos: “A los que crean les acompañarán estos signos…” Y el signo que el mundo de hoy necesita para se creíbles no es otro que el “Amor” y la “Unidad” —“Padre, que sean uno, para que el mundo crea que Tú me has enviado”—. Y es que, me duele decirlo, pero hay que poner en cuestión la “eficacia” de la oración de Jesús. Tan solo unos años más tarde, Pablo tiene que “reprochar” a la Comunidad de Corinto, si unos son de Pablo, otros de Apolo, otros de Cefas. Tan solo unos siglos más tarde la Iglesia sufre cismas y separaciones que, aun hoy dando pasos de fuerte ecumenismo, en la actualidad no dejan de ser piedra de escándalo para tantos hermanos nuestros, sobre todo pequeños en la fe; y “¡ay del que escandalice a uno de estos pequeños!”
Ghandi afirmaba: “Cuando leo el Evangelio, me siento cristiano, pero cuando os veo a los cristianos hacer la guerra, oprimir a los pueblos colonizados… me doy cuenta de que no vivís de acuerdo al Evangelio”. Benedicto XVI nos ha recordado en reiteradas veces, y además así lo recoge la “plegaria universal” del Viernes Santo, que la “increencia”, y por qué no también la “incredulidad” de muchos hombres se debe, en gran parte, al pobre testimonio, incluso rayando en escándalo de los que nos llamamos cristianos.
Y es que, me duele decirlo, pero hay que poner en cuestión la “eficacia” de la oración de Jesús… ¿O no? Dice la Carta a los Hebreos: “Cristo, en los días de su vida mortal, con gritos y lágrimas en los ojos, suplicó al que podía salvarle de la muerte, cuando en su angustia fue escuchado”. ¿Cómo que fue escuchado? Si todos sabemos el final, y no fue librado de la muerte. O sí fue escuchado en el “No se haga mi voluntad, sino la tuya”…
Hay que poner en cuestión la “eficacia” de cualquier oración, si como tal entendemos que se cumpla de manera automática lo que pedimos, que Dios corrija lo mal que hace las cosas y acepte nuestras “sugerencias” más acertadas que sus actos. La “eficacia” de la oración, es llegar a una sintonía de voluntades. Y es aquí donde el Evangelio de hoy, la Oración Sacerdotal de Jesús, es real mente una Buena Nueva para nosotros: “Padre, este es mi deseo, que los que me confiaste estén conmigo y contemplen mi gloria…”
Y mientras tanto, aceptar que el “trigo” y la “cizaña” crecerán juntos, en cada uno de nosotros, y en la Iglesia peregrina. Carlo Carreto escribía en un texto precioso: “Qué discutible eres, Iglesia, y sin embargo, cuánto te quiero. Cuánto me has hecho sufrir, y sin embargo, tengo necesidad de tu presencia. Me has escandalizado mucho, y sin embargo, me has hecho entender la santidad…” y termina afirmando: “Solo el Espíritu Santo es capaz de edificar la Iglesia con unas piedras mal talladas, como lo somos nosotros. Solo el Espíritu Santo puede mantenernos unidos, a pesar de la fuerza centrífuga y disgregadora de nuestro ilimitado orgullo”.
A tres días de Pentecostés, en la festividad de María Auxiliadora, junto con María, tantas veces “auxiliadora” de estos torpes y poco creíbles seguidores del Maestro, pidamos este Espíritu de unidad. Y si hoy celebramos la Eucaristía, que no pasemos “de carrerilla” la oración: “Señor Jesucristo, que dijiste a tus apóstoles: “Mi paz os dejo, mi Pas os doy”. No mires nuestro pecados, sino la fe de tu Iglesia y, conforme a tu palabra, concédele la paz y la unidad.”
Pablo Morata