«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Cuando recéis, no uséis muchas palabras, como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso. No seas como ellos, pues vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes de que lo pidáis. Vosotros rezad así: ‘Padre nuestro del cielo, santificado sea tu nombre, venga tu reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo, danos hoy el pan nuestro de cada día, perdónanos nuestras ofensas, pues nosotros hemos perdonado a los que nos han ofendido, no nos dejes caer en la tentación, sino líbranos del Maligno’. Porque si perdonáis a los demás sus culpas, también vuestro Padre del cielo os perdonará a vosotros. Pero si no perdonáis a los demás, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras culpas.» (Mt 6,7-15)
Los discípulos de Jesús, como hebreos que eran y pertenecientes al pueblo elegido, eran conocedores de las Escrituras y habituados a la oración. Pero en contacto con el Señor, viéndole a Él rezar, se dan cuenta que no lo saben hacer, que rezar es otra cosa muy distinta a esa rutina con la que ellos rezaban; de tal manera que no se resisten a pedirle: “Maestro, enséñanos a rezar…”, y Él les mostrará la oración más hermosa que jamás se haya pronunciado, el Padre nuestro, prototipo de toda oración.
Los bautizados somos cristianos, hijos de Dios. Ciertamente lo somos, el Bautismo confiere en nosotros una señal imborrable. Pero mirando a Jesucristo, escuchándole, uno se da cuenta de que la señal estará pero que hijos, lo que se dice hijos, con esa genética tan particular e inconfundible… no sé. Quizás lo que hacemos a diario es coger la herencia del Bautismo y marchar por ahí a vivir de las rentas. Quizás no lo hagamos con la nitidez del hijo pródigo que se marcha tirándole al Padre a la cara sus palabras, quizás nosotros lo hacemos a la chita callando y, algunos, hasta con cara de buenos.
Leyendo con calma la Palabra de hoy, y a poco que entremos en nuestro interior, dan ganas de hacer lo mismo que los discípulos con la oración: pedirle a Cristo que nos enseñe a ser hijos como Él lo es, a vivir como tales en la casa del Padre desde hoy mismo, a perdonar a los demás sus culpas como Él nos perdona a nosotros, a cargar con ellas como Cristo ha cargado con las nuestras, y a abandonar tanta palabrería, tanta pretensión de erudición. A dejar de creer que por mucho hablar vamos ser alguien. A vivir mirándole de hito en hito, descansando todo en Él, como auténticos hijos de Dios ¡Pues lo somos!
Padre, danos la seña de identidad de esta filiación, el amor que en tu hijo Jesús nos has mostrado. Enséñanos Padre, para que no se nos pase la vida siendo como un címbalo que resuena, comprobando a diario que sin amar, nada nos aprovecha.
Sé que nos lo quieres conceder…, porque eres nuestro Padre.
Enrique Solana