En este tiempo de desprecio por el valor de la sexualidad que se toma como un acto sólo corporal y muchas veces degradante para la mujer, es fundamental el ejemplo de Nuestra Señora, que permaneció siempre virgen. La elección de Dios de una virgen como madre es fácilmente comprensible, pero María recibe en determinadas culturas y devociones como único nombre: “la virgen”; no Santísima virgen, virgen pura, virgen María o cualquiera de los otros adjetivos que se ven en la oración de la Iglesia, sino simplemente “la virgen.”
Como es bien sabido, en la mayoría de las religiones y creencias primitivas hay una diosa virgen. En una vida primitiva con un gran riesgo de mortalidad ante las enormes dificultades de supervivencia, la mujer tiene un único y sagrado deber: la máxima reproducción. La cualidad de intacta, sin trato sexual con el varón se concedía a una divinidad femenina como figura excepcional y se la adoraba por ello.
María no es una diosa con poder para conceder favores, ni a quien ofrecer sacrificios y adoraciones. Tanto en el Evangelio como en las oraciones de la Iglesia, en el Avemaría, la Salve o las letanías, queda claro que ella es la primera y auténtica cristiana. A Dios se le pide misericordia, perdón, favor; a María se la llama abogada e intercesora. Se le implora “ruega por nosotros”, como a una santa más, pero con una santidad sobre toda otra, ya que en ella están los pilares básicos para los seguidores de Cristo.
el Señor hizo en mí maravillas
En el Evangelio María aparece muy pocas veces y sólo se hace una referencia a ella en los Hechos de los Apóstoles; demás únicamente habla en cuatro ocasiones. También extraña lo poco que está con Jesús. Podría parecer incluso que él evita mostrarla. Sin embargo, el amor, la ternura, la intimidad, que sin duda existió entre María y su hijo Jesús son obvios, pero no era necesaria su presentación pública para la proclamación del mensaje del Mesías.
En los cuatro textos evangélicos, bien gavillados por la mano de Dios, escuetos y concisos, nada distrae la atención de lo que es esencial: la Buena Nueva. Cristo tiene un tiempo breve y quiere que en su mensaje nada falte ni nada sobre; todo está por algo y para algo.
A María no hay que inventársela, basta con seguir y meditar lo que de ella nos dicen los evangelistas. Sus palabras y breves intervenciones son suficientes para entender qué representa en la vida del buen cristiano.
Dios escoge para madre a una jovencita judía, seguramente bella, virtuosa, desposada aún virgen. En la Anunciación se la sitúa en el templo y ya tenemos algo que imitar: su fe y su piedad. Ante los elogios del ángel se turba porque es casta y humilde, y con el “hágase en mí según tu palabra”, nos invita a la obediencia y la confianza ante la voluntad de Dios.
Cuando sube a visitar a Isabel, en actitud de servicio y ante las exclamaciones de enaltecimiento de su prima, responde con el canto del Magníficat. Alaba humildemente a Dios (“el Señor hizo en mí maravillas, gloria al Señor”) y con textos de varios salmos demuestra su hábito de oración y el conocimiento de la escritura.
En el nacimiento de Jesús muestra su primer dolor: nace el niño en la pobreza, fuera de su casa y sólo se nos dice que “lo envolvió en los pañales”. Ante la gloria de los ángeles y la adoración de los pastores, el evangelista señala algo de enorme importancia: “María guardaba estas cosas en su corazón y las meditaba”; ejemplo de reflexión y razonamiento ante los acontecimientos extraordinarios.
Sufre más dolor en la huida a Egipto, con el conocimiento de que su hijo es perseguido, así como en la presentación en el templo, donde Ana y Simeón le dan la alegría de la confirmación pública de que su hijo es el Mesías, pero se le profetiza que una espada atravesará su corazón.
En el pasaje del niño perdido, se comenta poco en las homilías la intervención de María. Algo tan humano como este nuevo sufrimiento en los tres días de búsqueda angustiosa del Señor, que se esconde. Su reproche al encontrarlo —“¿Por qué nos has hecho esto?”—, como el de Cristo en la cruz dirigiéndose a su Padre —“¿Por qué me has abandonado?”—, es un ejemplo de la imperiosa necesidad de encontrar a Dios y de la queja amorosa en la oración cuando él se nos oculta, presente en todos los místicos y grandes santos en la noche oscura del alma.
Las bodas de Caná es otro pilar en el camino de identificación con María. El “no tienen vino” muestra que ella, como humana y como mujer, comprende esas pequeñas cosas nuestras, que a veces nos hacen sufrir. María quiere evitar a los novios la vergüenza del fallo de su organización. Nos da pie como intercesora en esos problemas que quizá no son tan importantes para Dios —“¿Qué nos va a ti y a mí, mujer?, aún no ha llegado mi hora”— y que nosotros le pedimos cada día a María. En aquel momento, nos indica que ella sabe que Jesús cederá ante su petición y pronuncia su gran frase: “Haced lo que Él os diga”, es decir, pedid, pero dispuestos a hacer la voluntad de Dios.
alegre en el servicio, fuerte en la tribulación
En algunos pasajes del Evangelio se alude a ella como “su madre que, con otros familiares”, busca a Jesús, incluso “para llevárselo porque estaba fuera de sí” y Jesús responde “mi madre y mis hermanos son los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen”. Ella sí la escuchaba y la cumplía: por tanto, merecía este título; pero Cristo huye una vez más de mostrar afectividades humanas que pueden llevar a la sensiblería, alejando el meollo de su mensaje.
Al pie de la cruz comparte el dolor de Cristo, seguramente sin acabar de comprenderlo. Jesús se dirige a ella para decirle que Juan es su hijo y a éste que la tome como madre. Está claro el mensaje: en esos momentos tan dolorosos y trascendentales para la humanidad, la preocupación de Jesús no es buscarle una casa a María, sino entregarla al género humano como madre de todos y de la Iglesia. Ahora sí quiere Jesús que su madre esté con nosotros, que sea nuestra madre.
En los Hechos de los Apóstoles se la sitúa como presente en las oraciones y reuniones de la Iglesia naciente: es un ejemplo de cristiana activa y participativa.
A esta santa mujer a quien Dios encontró digna de ser su madre, ejemplo de fe, de amor, obediencia, humildad, confianza…, serenidad ante el dolor; ejemplo en la búsqueda del Señor, en la oración, en la alabanza, abogada y mediadora de las gracias, a quien Jesús nos regaló como Madre amorosísima, algunos elementales devotos, con veneración de raíces paganas, la llaman simplemente “la virgen”.
Cada cual camina hacia Dios como sabe, por lo que debemos respetar a todos; pero es necesario renovar la devoción a María Santísima, desterrar las formas paganas, propias de civilizaciones masculinas u otras melifluas o sensibleras, y resaltar e impulsar en cambio todo aquello que nos indica lo que debemos imitar de tan excelsa Señora.