Uno de los puntos más sobresalientes que encontramos en las cartas del apóstol Pablo es el de que la fe nace de la predicación del Evangelio. Todo discípulo del Señor Jesús tiene conciencia de que su fe es don de Dios, un fruto que ha crecido y madurado al ritmo de una doble actitud personal: escuchar y guardar en lo más profundo de su ser el Evangelio que se le anuncia. Es en el seno de su alma donde la Palabra engendra la complacencia, la fiesta del hombre con Dios: “Dios mío, en tu Palabra me complazco en el fondo de mi ser” (Sl 40, 9). Dicho esto nos acercamos a la vida de fe de María de Nazaret. Una de las características esenciales que el Evangelio nos relata acerca de la madre de Jesús es la de que guardaba la Palabra en su corazón.
De la mano del Espíritu Santo intentaremos abordar su figura desde esta perspectiva tan primordial y necesaria para llegar a alcanzar la fe adulta. Sondeamos las circunstancias que acompañaron al nacimiento del Hijo de Dios y hacemos un esfuerzo mental para intentar comprender lo que pudo pasar por la mente y el corazón de esta mujer. Recordemos que el propio Lucas tiene un especial empeño en señalar que ella “guardaba todas estas cosas –Dios que le hablaba con esos acontecimientos- y las meditaba en su corazón” (Lc 2,19).
Abordamos el núcleo de nuestro tema empezando por aclarar el significado del verbo meditar en la espiritualidad bíblica. Éste no es tanto un ejercicio mental revestido de sentimientos como en nuestra cultura occidental. Más bien consiste en un hacer propios, en toda la dimensión existencial de la persona, los acontecimientos llenos de Palabra, en los que Dios la conduce e introduce. Bajo esta luz entendemos que el meditar de María indica un apropiarse, un entrar dentro de los acontecimientos hasta alcanzar a ver en ellos las huellas de Dios. El meditar de esta mujer implica un trabajo arduo, incluso fatigoso, de su espíritu para poder reconocer como espacio de verdad y de fe unos pasos de Dios que, como si fueran los de un furtivo, no entraban en sus cálculos ni en sus pensamientos. Es natural pensar que hubo de quedarse totalmente descolocada ante la absoluta indiferencia que supuso el nacimiento del Mesías por parte de todo Israel. No tiene mucha lógica que el Esperado, la Consolación, la Gloria de Israel, naciese en el más absurdo y cruel de los anonimatos.
Una vez más, y como de costumbre o, mejor dicho, como siempre, los caminos y pensamientos de Dios están a años luz de los de los hombres; en este caso, de los de María y de José: “Porque no son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos. Porque cuanto aventajan los cielos a la tierra, así aventajan mis caminos a los vuestros y mis pensamientos a los vuestros” (Is 55,8-9).
Dios, que todo lo hace bien, permitió estos acontecimientos en el nacimiento de su Hijo para enseñarnos a todos que es necesario un cambio de marcha, y hasta un rehacer planes, pensamientos y caminos, para llegar a ser discípulo de su Hijo. Puesto que la experiencia de fe de María es una luz que ilumina nuestra fe, vamos a seguir las pautas y los pasos que tuvieron lugar en la noche santa de la encarnación. Desde esta óptica podremos ver mejor las maravillas de Dios en nosotros; entenderemos así que lo que a veces nos ha dado por llamar pozos negros de nuestra existencia, son en realidad toques bellísimos y delicados que el Maestro de la fe, Jesús, imprime en nuestro ser. Son detalles, diríamos de calidad, muy propios del que es el Artista por excelencia.
Podemos empezar poniéndonos en el lugar de María en el acontecimiento de su maternidad cuando acaba de dar a luz al Hijo de Dios. Seguimos a Lucas y leemos que “dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en la posada” (Lc 2,7). Nos imaginamos la escena y, después de abarcar la realidad, sólo nos sale una palabra: aturdimiento. Aturdidos, boquiabiertos, perplejos, tuvieron que quedar José y María ante el recibimiento y la estancia que Dios dispuso para su Hijo. Es más que probable que el simple parto de un animal -por ejemplo, un ternero- que conlleva un beneficio económico, haya tenido mayor acogida popular que el Acontecimiento de Belén. Nos acercamos al cuadro y observamos que en medio de su desconcierto, María hace un gesto común a todas las madres, pero que en ella está revestido de una carga catequética no sólo fortísima, más aún, la llamaremos sublime: envolvió al Hijo de Dios, y suyo también, en pañales.
Antonio Pavía