En aquel tiempo, Jesús salió de nuevo a la orilla del mar; toda la gente acudía a él y les enseñaba. Al pasar, vio a Leví, el de Alfeo, sentado al mostrador de los impuestos, y le dice: -«Sígueme.» Se levantó y lo siguió. Sucedió que, mientras estaba él sentado a la mesa en casa, de Leví, muchos publicanos y pecadores se sentaban con Jesús y sus discípulos, pues eran ya muchos los que los seguían. Los escribas de los fariseos, al ver que comía con pecadores y publicanos, decían a sus discípulos: -«¿Por qué come con publicanos y pecadores?». Jesús lo oyó y les dijo: -«No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a pecadores». (Marcos 2, 13-17)
La falta de discernimiento, el egoísmo, el orgullo y la vanidad, se han unido, formando una especie de amalgama que ha impregnado el espíritu del hombre actual, el cual se afana denodadamente por conseguir una plena autonomía y crearse un habitáculo de felicidad y bienestar para su uso y disfrute. A muchas personas la existencia de Dios les parece un invento propio de etapas subdesarrolladas. El hombre de hoy no necesita a Dios, con él mismo se basta. Sin embargo, es obvio que la mayoría de los conflictos actuales, en medio de los cuales la familia se está convirtiendo en una caricatura esperpéntica de sí misma, con la violencia, el vacío y el sufrimiento que generan, son fruto de este espíritu que domina al hombre, que le esclaviza y le mata.
Jesucristo sale también hoy, como lo hacía en este relato del Evangelio de Marcos, a la orilla del sufrimiento humano, para que todo aquel que quiera pueda recibir la “enseñanza” del único que puede sanar de verdad y dar plena esperanza.
Todo aquel que esté “cansado y agobiado” puede aprender que no está la vida en no pasar privaciones o en no sufrir, sino en saber que Dios te ama y que se puede disfrutar de la condición de ser su hijo. Se pueden atravesar acontecimientos de muerte si se sabe que la vida eterna existe y el destino supremo del ser humano es gozar del cielo en la presencia de Dios. Ningún poder, ninguna desgracia puede robar esta verdad a aquel que se deja atrapar por esa preciosa mirada de Dios que te dice: “Sígueme”. Podemos ser capaces ante este llamamiento, como lo hizo Leví, el de Alfeo, de dejar todo aquello a lo que estamos apegados y seguir a Aquel que puede y quiere darnos plena felicidad y rebosar el recipiente de nuestros más profundos anhelos. Esta red, tejida de amor y misericordia, está diseñada especialmente para todo aquel que padece la esclavitud del pecado y para aquellos que son señalados y estigmatizados por los demás. Jesucristo advierte en este Evangelio sobre el error y peligro de creerse mejor que nadie ni por encima del que vemos pecar, como lo hacían los escribas y fariseos de la época. Ningún cristiano debe creerse merecedor del favor de Dios o condenar y escandalizarse por el pecado del otro. Es reveladora la enorme alegría que se produce en el cielo por cada pecador que se convierte y retorna al Padre, como el hijo pródigo.
Jesús sale a los caminos del mundo para rescatar a los que se encuentran prisioneros del demonio. Pero el hombre está tan ocupado con sus asuntos que ni ve ni siente la presencia de Dios.
Es Jesucristo quien toma la iniciativa y elige, pero no va a salvar a nadie por encima de su libertad. Mateo no duda en abandonar una vida prospera y segura que en el fondo no le hacía feliz, para poder seguir al Maestro que le iba a enseñar los misterios de la vida eterna.
Hoy, seguir a Jesús, conlleva, en algunos lugares, cada vez más numerosos, arriesgar la propia vida. En muchas partes del mundo el ejercer de cristiano trae los inconvenientes de ir contracorriente: desprestigio social y laboral, desprecios, burlas, marginación y ser víctima de diversos tipos de violencia. Pero todo aquel que ha recibido el calor de la mirada de Dios en su historia personal y el amor, la paz, el descanso y la alegría que irradia, verá como una perdida escoger las “baratijas” que el mundo ofrece, que se corroen más pronto que tarde y que lejos de saciar producen insatisfacción.
El mundo, el demonio y la carne tienen el poder de envolvernos y arrastrarnos a su terreno letal. Por eso, con humildad y discernimiento, es importante elevar todos los días la mirada y el pensamiento hacia Dios, que siempre está atento a nuestros pasos, abriéndonos sendas de salvación. Es necesario permanecer atentos en todo momento para ver las huellas de Dios en lo que nos sucede en el día a día, en lo que nos hace sufrir y en lo que nos alegra, en lo que se ajusta a nuestra razón y en lo que no, en lo que va con nuestros planes y en lo que los rompe.
Aunque nuestra vida pueda parecernos a veces un rompecabezas, el Señor ensamblará con total seguridad y a su debido tiempo todos los eslabones y comprobaremos con gran alegría que toda está bien hecho, todo tiene un sentido y todo es fruto del amor divino. Es una necedad el pretender decir a Dios como nos tiene que querer, de qué manera. Nadie que confíe en El y se entregue a su voluntad quedará defraudado. Nadie que siga sus pasos se sentirá decepcionado.
En este mundo que camina hacia la apostasía, resuena la voz del Señor: “SÍGUEME”.