Cuando se completaron los días en que iba a ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén. Y envió mensajeros delante de él.
Puestos en camino, entraron en una aldea de samaritanos para hacer los preparativos. Pero no lo recibieron, porque su aspecto era el de uno que caminaba hacia Jerusalén.
Al ver esto, Santiago y Juan, discípulos suyos, le dijeron: «Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo que acabe con ellos?».
Él se volvió y los regañó. Y se encaminaron hacia otra aldea. Mientras iban de camino, le dijo uno:
«Te seguiré adondequiera que vayas».
Jesús le respondió: «Las zorras tienen madrigueras, y los pájaros del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza».
A otro le dijo: «Sígueme».
El respondió: «Señor, déjame primero ir a enterrar a mi padre».
Le contestó: «Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el reino de Dios».
Otro le dijo: «Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de los de mi casa».
Jesús le contestó: «Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás vale para el reino de Dios» (San Lucas 9, 51-62).
COMENTARIO
Leyendo detenidamente el texto del Evangelio de este domingo me vienen a la memoria, así de repente, dos fragmentos del Antiguo Testamento que creo que también están en la mente de Lucas a la hora de componer la redacción de este pasaje: La vocación de Eliseo (1ª lectura) y la destrucción de Sodoma (Gn. 19).
La acción transcurre en territorio hostil, el territorio de los samaritanos como lo fue para Lot la ciudad de Sodoma. Profundizando en el relato del Génesis, conviene subrayar que el pecado de los sodomitas (gentilicio) no fue solo el ser sodomitas (adjetivo), que por cierto, y en estas fechas, no hay más que salir a las calles o mirar a los balcones y ver lo orgullosos que se sienten. Lo que realmente se rechaza en la mentalidad y valores que transmite la cultura del mundo bíblico, y lo es también en el caso de Sodoma, es la falta de hospitalidad. La hospitalidad, y así se puede constatar en numerosos versículos de la Escritura es prácticamente un “sacramento”, desde los tres personajes que Abraham recibe en el encinar de Mambré (Gn. 15), “Practicad la hospitalidad; algunos, sin saberlo acogieron a ángeles.” (-Heb 13,2-) hasta donde el mismo Jesús se identifica con el forastero o el transeúnte. (“El que a vosotros os acoge, a mí me acoge” (Mt. 10, 40) o “Fui forastero y me hospedasteis” (Mt. 25, 35).
Santiago y Juan, apodados “los hijos trueno” (¿por qué sería?), seguramente conocedores de la historia de Lot, piden una solución drástica: ¡Que los parta un rayo! Y Jesús los reprende. Ya bajará el fuego del cielo cuando tenga que bajar.
Lucas es un evangelista especialmente benévolo con los samaritanos (Lc. 10, 25-37); es más pone al “buen samaritano” como modelo de acogida y hospitalidad. Es más; si el asaltado iba de Jerusalén a Jericó, lógicamente si aquel se cruzó con él en camino es porque iba de Jericó a Jerusalén. De lo más profundo de la tierra en camino de ascenso a la Ciudad Santa.
También en Lucas, Jerusalén tiene una significación especial. Jesús camina hacia Jerusalén para ser llevado al cielo. La obra de Lucas sería algo así como el “Big Bang” del Espíritu: En la sinagoga de Nazaret (la periferia) proclama su discurso programático que se desarrollará en el camino desde la Galilea (de los gentiles) hasta Jerusalén, donde ante el progresivo rechazo que culminará con su muerte en la cruz, exhorta a sus discípulos a no alejarse de Jerusalén donde se ha de producir la “gran explosión” que hará que el evangelio se expanda “hasta los confines de la tierra” (Hch. 1. 8).
Jesús, como nuevo Elías, completados sus días, será arrebatado al cielo. Al igual que Eliseo coge el testigo de Elías; los discípulos de Jesús no solo tendrán que recoger el testigo sino, ante todo, ser testigos. Acompañarle en su camino hacia Jerusalén será ocasión de aprendizaje de la radicalidad, riesgo, urgencia, renuncia… que supone seguir a Jesús. Tanto que a veces puede parecer una actitud arrogante, fanática o integrista.
Si alguien busca un Jesús milagrero, tapagujeros, seguro todorriesgo que sepa que “el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza”. ¡Vale! La precariedad puede hacer madurar humanamente y la confianza en la providencia ayuda a crecer en libertad. Pero ¿y las otras exigencias? ¿No crees que te has pasado, maestro? Al menos, Elías dejó a Eliseo despedirse de sus padres. ¿Acaso no es “honrar padre y madre” el primero de los mandamientos en lo referente al amor al prójimo? ¿Acaso no es enterrar a los muertos una de las obras de misericordia, tal y como nos enseña la Iglesia?
No es un asunto de exigencia. Es un asunto de libertad. El que se abandona con absoluta confianza en la voluntad del Padre es realmente libre (2ª lectura de hoy). Quien es libre, no abandona a sus padres, ni se desentiende de sus deberes humanos. Tampoco se ata de forma neurótica. Sin ánimo de juzgar a nadie, vengo observando, al menos es mi impresión que, en los entierros, los familiares “más sentíos” y más plañideros, en el fondo están intentando silenciar un sentimiento de culpa que ahí, donde la conciencia no calla, masculla la omisión de cuidados y compañía y ahora, ya es tarde. Casi del mismo modo los que, ante cualquier compromiso ponen como pretexto las obligaciones familiares, son los primeros en dar al niño el móvil para que se calle, o dejar que el adolescente haga lo que quiera, todo por no tener problemas en casa o, no hablemos ya de actitud ante padres, enfermos terminales… Eso sí, el perro es uno más de la familia.
Y esta “falta de hospitalidad” ante los más prójimos se cura haciendo llover “fuego del cielo”, pero no como en Sodoma, sino como en Jerusalén; estando en disposición abierta y absoluta para recibir el fuego del cielo de Pentecostés, la gran explosión del Espíritu, fuego que al igual que sucedió con Hernán Cortes, es para quemar las naves ante la tentación de volver a Egipto, ante el peligro de volverse estatua de sal.