En aquel tiempo, dijo el Señor: ¡Ay de vosotros, porque edificáis los sepulcros de los profetas que vuestros padres mataron! Por tanto, sois testigos y estáis de acuerdo con las obras de vuestros padres; porque ellos los mataron y vosotros edificáis. Por eso dijo la Sabiduría de Dios: Les enviaré profetas y apóstoles, y a algunos los matarán y perseguirán, para que se pidan cuentas a esta generación de la sangre de todos los profetas derramada desde la creación del mundo, desde la sangre de Abel hasta la sangre de Zacarías, el que pereció entre el altar y el Santuario. Sí, os aseguro que se pedirán cuentas a esta generación. ¡Ay de vosotros, los juristas, que os habéis llevado la llave de la ciencia! No entrasteis vosotros, y a los que están entrando se lo habéis impedido. Y cuando salió de allí, comenzaron los escribas y fariseos a acosarle implacablemente y hacerle hablar de muchas cosas, buscando, con insidias, cazar alguna palabra de su boca (San Lucas 11, 47-54).
COMENTARIO
El evangelio de hoy nuevamente habla del conflicto entre Jesús y las autoridades religiosas de la época. Hay acciones que son consecuencia de lo que se vive en el interior del corazón. Y si allí no hay bondad, no habrá obras buenas. A aquellos legistas obsesivos en las formas externas, Jesús les dirige estas graves denuncias: se oponen a los profetas, derraman sangre inocente y no comparten su saber con los pequeños. ¿De qué sirven entonces sus fórmulas y rituales?
Hemos de reconocer que en ciertas ocasiones, en la actualidad que vivimos, tenemos actitudes semejantes: matamos profetas y silenciamos sus verdades, nos aferramos a las leyes, a cumplir la letra; nos importa mucho la imagen “cuando nos quedamos con la llave del saber” y no escuchamos la voz de la Sabiduría. Los “fanáticos” de la ley creen reparar las faltas de sus padres, construyendo sepulcros para los profetas; sin embargo a Jesús, enviado a Israel, se le rechaza y lo matan.
Se repite la misma historia: un profeta enviado, rechazado y matado. El Señor conoce nuestras debilidades y nos amparamos en su Misericordia, que no tiene límites: nos ama siempre y siempre nos perdona.