La llegada a la Darling Bay es un espectáculo sobrecogedor venga uno de donde venga: frente a la pequeñez del espectador que lo contempla se yerguen edificios enormes, abigarrados, en formas geométricas atrevidas, un alarde de prepotencia de la humanidad, todo de cristal, como si la trasparencia del vidrio dejase entrever que no hay nada que ocultar: todo es externo, visible, todo está explícito. La Bahía de la ópera tiene la misma pretensión: romper el equilibrio de la naturaleza exhibiendo el poder babilónico de la arquitectura, la ingeniería, las finanzas… el culto al becerro de oro. Nada que objetar a la capacidad del hombre para dominar la naturaleza y someterla incluso con belleza.
La misma melé de edificios se apreciaba en las calles, como en el footy australiano (una mezcla de fútbol-rugby), montones de personas iban y venían por las calles silenciosas de la city a pesar de la efervescencia, sorteándose en una especie de orden desordenado, respetando semáforos, señales, de manera muy educada pero distante, fría y silenciosa. Sólo se veía alterado el silencio por el ruido de los coches y algún que otro grito de homeless que se meten con un interlocutor imaginario, o borrachos —numerosos—, orientales dicharacheros. Los pueblos y ciudades pequeñas, sin embargo, aislados, vacíos, de casas dispersas de una sola planta, como ciudades fantasmas asoladas por el frío o las inmensas distancias, en un país donde el terreno no es el problema: 7.686.850 km² para 21 millones de habitantes. El ruido lo ponen los inmigrantes, en su mayoría chinos, que pululan por las calles haciendo los trabajos que una ciudad necesita y que hace tiempo no cubre por las políticas antinatalistas, esa especie de esquizofrenia política que consiste en prohibir los nacimientos y necesitarlos, esgrimiendo un derroche de libertad y tolerancia, que se apoya en el crimen de estado de todos los gobiernos pragmáticos y postmodernas: el aborto.* Hace falta “gente” para mantener los niveles de crecimiento imparables del neoliberalismo mundial. Si no hay población que consuma y produzca a la vez, en una paradoja keinesiana alucinante, el sistema colapsa. Un panel publicitario en una parada de autobús, decía: “289 lenguas, 178 nacionalidades, cinco estados, una comunidad”; en él, una madre nacida en la India introducía a su hija la necesidad de sentirse parte de un país multicultural, abierto. La publicidad busca un signo de identidad que dé a estos hombres sin patria, de procedencias innumerables, un asidero que les dote de la sensación primitiva y necesaria para el hombre de sentirse “perteneciendo a…” cualquier familia, cualquier territorio… Un país que en sus orígenes colonizadores era playa de recogida de presidiarios del imperio británico, acoge ahora a los buscadores de trabajo, con mil historias detrás, sin duda, de desarraigo, soledad y necesidad, que buscan un hueco en un espacio aparentemente sin límites para el crecimiento y que los necesita, y poder mantener así en la reserva a los aborígenes pobladores primitivos de estas tierras. Un 20% del territorio, como unas cien veces Suiza, necesita mano de obra para atender servicios de primera necesidad. Una paradoja de la humanidad del nuevo milenio que también está presente en esta aldea planetaria: asociaciones de protección de los animales, que impiden tradiciones que manifiesten un mínimo de crueldad contra ellos (la caza indiscriminada del canguro), argumentando que el hombre sensible debe ponerse de parte del débil e indefenso animal, choca con una indiferencia feroz con el sufrimiento de los otros; el ecologista no logra tampoco aquí ponerse de la parte del débil en el caso de los fetos humanos. También asociaciones de defensores del suicidio o de la muerte dulce dan una idea de esta sensación de pueblo sin alma: innumerables suicidios asolan a una población, tan rica, que ha agotado todos los mecanismos de la novedad en las experiencias, y que decide encarnar el sinsentido quitándose de en medio. Ya han experimentado todo: ¿hay algo más que vacío, soledad y sufrimiento? No esperan ninguna otra respuesta: les han robado la esperanza. Los españoles que emigraron allí y que ansiosos al oír hablar en español nos asaltaban por las calles uniéndose a nuestros cantos repetían la misma frase: vivo desde hace cuarenta años en el mismo barrio y no he sido capaz de romper el hielo con mis vecinos. Han hecho dinero, pero ni una amistad verdadera. Un riguroso control aduanero para la introducción de plantas y animales no autóctonos, con penas de cárcel exageradas, quiere preservar una naturaleza impoluta, virgen, como en una burbuja de cristal para generaciones de hombres que ya no quieren apreciarla: viven para trabajar, para hacer dinero, enriqueciéndose para vivir encerrados en su soledad contando sus monedas, viendo la televisión en sus ratos de ocio, incluso cuando hacen camping, una tradición arraigada en un país tan inmenso. Viajar de un sitio a otro, llenarse los ojos de sensaciones bellas, experimentar un leve matiz de diferencia entre más de lo mismo, parece ser la única aspiración de un ser agotado. Todo vale, todos somos supervivientes de un naufragio que nos arrojó a estas playas como podrían haber sido otras, todos somos animales en competencia por un territorio en el que tienen que aprender a sobrevivir; no se puede confiar en nadie y no hay más allá que mi jardín. Cualquiera que altere el aire de mi burbuja no es bienvenido. La indiferencia y la antipatía de policías, implacables en la interpretación de las órdenes recibidas, anclados en la seguridad de que si la ley es la ley todo irá bien, y la frialdad de los excelentes servicios ciudadanos, chocaba con la calurosa acogida de unos pocos. Ha calado el sentir progresista y postmoderno: el naturalismo (no somos más que un animal complejo fruto del azar y la causalidad), el relativismo (no hay ninguna Verdad especial, ni ninguna Fe absoluta o diferente, ni nada distinto de un sitio a otro), el inmanentismo (todo está aquí, todo es materia y sus desarrollos son a partir de sí misma) y el egoísmo, son la predeterminación de la naturaleza para que el hombre sobreviva en un medio hostil. Las consecuencias no se hacen esperar: todos los demás son objetos de usar y tirar (como empleados o como seres sexuados), vivamos para nosotros mismos; todos tienen su verdad y, por tanto, todo intento de defender el buscar Una, es una imposición totalitaria. Tolerancia, aun con la inmoralidad, es el lema mal entendido de una sociedad plural; si no hay nada trascendente, lo único importante es cumplir la ley, no ser pillado, y esperar que el dolor y la muerte lleguen tarde; el objetivo logrado es que nadie invada mi territorio y que pueda vivir para mí sin ser incomodado. Por eso el Papa ha venido a este país para celebrar la XXIII Jornada Mundial de la Juventud. Porque vivir así es eliminar del hombre, por decreto, injustificadamente, una de sus dimensiones inalienables: el ansia de sentido, de trascendencia, de sentirse ser en tránsito; porque creer que no hay Verdad, sino sólo problemas que resolveremos tarde o temprano con la ciencia ahoga la dimensión espiritual del hombre; porque el dogmatismo de estas posiciones, que se definen como modernas, mata en el hombre lo más genuino de su ser: realizarse en el amor al otro. En definitiva, porque esta concepción de la vida está agotada: conduce al aburrimiento existencial, a la desidia, al suicidio psicológico y físico, al abuso de unos por parte de otros, a la justificación de la violencia de los que luchan por la supervivencia, a hacer de la vida un infierno a la defensiva, lleno de miedos, de sorpresas desagradables que no tienen sentido, de soledad… construyen una sociedad sin alma. Porque los hombres han asumido que esto es así, vivimos como vivimos. El que logra alienarse lo hace sólo por un tiempo; cuando la historia (la salud, la soledad, el fracaso, la vejez) le cerca, se apea de este tren que no lleva a ningún sitio. Y por eso el mensaje papal se cifra en tres puntos, a propósito de la sociedad australiana, pero con una dimensión universal, porque casi todo el mundo va camino de la misma vivencia, porque no es muy diferente el hombre austral del de cualquier parte: 1. El hombre debe liberar los dones derramados por el Espíritu Santo y ponerlos a trabajar por este mundo; para ello propone que dejemos a Dios “penetrar en la dura costra de nuestra indiferencia, de nuestro cansancio espiritual, de nuestro ciego conformismo con el espíritu de nuestro tiempo. Sólo entonces podemos permitirle encender nuestra imaginación y modelar nuestros deseos más profundos”. Lanza una pregunta provocativa para romper el hielo antártico del dogmatismo del mundo moderno: “¿Cómo estáis usando los dones que se os han dado, la «fuerza» que el Espíritu Santo está ahora dispuesto a derramar sobre vosotros? ¿Qué herencia dejaréis a los jóvenes que os sucederán? ¿Qué os distinguirá? ¿Estáis construyendo vuestras vidas sobre bases sólidas? ¿Estáis construyendo algo que durará? ¿Estáis viviendo vuestras vidas de modo que dejéis espacio al Espíritu en un mundo que quiere olvidar a Dios, rechazarlo incluso en nombre de un falso concepto de libertad?” Porque sólo la fuerza del Espíritu Santo puede cambiar el corazón endurecido del hombre de hoy: Esta fuerza puede crear un mundo nuevo: puede “renovar la faz de la tierra” (Sal 104,30). 2. La visión profética de Benedicto XVI alumbra un futuro que hemos descrito a través del presente de nuestra peregrinación a Austra-lia: la necesidad que tiene el mundo de la Verdad, de la Esperanza y de la Fe para que la vida del hombre se llene de sentido: “El mundo tiene necesidad de esta renovación. En muchas de nuestras sociedades, junto a la prosperidad material, se está expandiendo el desierto espiritual: un vacío interior, un miedo indefinible, un larvado sentido de desesperación. ¿Cuántos de nuestros semejantes han cavado aljibes agrietados y vacíos (cfr. Jr 2,13) en una búsqueda desesperada de significado, de ese significado último que sólo puede ofrecer el amor? Éste es el don grande y liberador que el Evangelio lleva consigo: él revela nuestra dignidad de hombres y mujeres creados a imagen y semejanza de Dios. Revela la llamada sublime de la humanidad, que es la de encontrar la propia plenitud en el amor. Él revela la verdad sobre el hombre, la verdad sobre la vida”. 3. La esperanza libera del egoísmo que en lugar de realizarnos nos destruye, nos anquilosa, nos disminuye, nos torna miedosos. Esa esperanza viene de lo alto, es un don del Espíritu Santo. (La continua recurrencia al Espíritu Santo tiene que ver con el primer nombre recibido por esta tierra de un español que fue el primero en poner pie en una gran isla (Vanuatu) de la tierra austral: Pedro Fernández de Quirós). “…una nueva generación de cristianos está invitada a contribuir a la edificación de un mundo en el que la vida sea acogida, respetada y cuidada amorosamente, no rechazada o temida como una amenaza y por ello destruida. Una nueva era en la que el amor no sea ambicioso ni egoísta, sino puro, fiel y sinceramente libre, abierto a los otros, respetuoso de su dignidad, un amor que promueva su bien e irradie gozo y belleza. Una nueva era en la cual la esperanza nos libere de la superficialidad, de la apatía y el egoísmo que degrada nuestras almas y envenena las relaciones humanas. Queridos jóvenes amigos, el Señor os está pidiendo ser profetas de esta nueva era, mensajeros de su amor, capaces de atraer a la gente hacia el Padre y de construir un futuro de esperanza para toda la humanidad”.