Por «violencia contra la mujer» se entiende todo acto de violencia basado en la pertenencia al sexo femenino que tenga o pueda tener como resultado un daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico para la mujer, así como las amenazas de tales actos, la coacción o la privación arbitraria de la libertad, tanto si se producen en la vida pública como en la vida privada.” (Declaración sobre la eliminación de la violencia contra la mujer, Naciones Unidas, 85ª sesión plenaria, 20 de diciembre de 1993)
Es una triste, dramática y durísima realidad social, en la que todos estamos de acuerdo: hay que eliminar cualquier forma de violencia contra la mujer. Y, por supuesto, esta violencia contra la mujer no solo se manifiesta en agresiones físicas; a veces es una violencia silenciosa, encubierta, y muchas otras ni siquiera es reconocida socialmente.
Me refiero a la violencia que se ejerce contra una mujer embarazada cuando se le obliga a abortar en contra de su deseo. O cuando se le engaña, manipula y chantajea emocionalmente para que tome una decisión que le va a dañar psicológicamente por el resto de su vida. Es lo que sufren diariamente tantas y tantas mujeres que se ven amenazadas por sus parejas, cuando les dicen: “O abortas, o te dejo”.
¿No es eso también una forma de violencia contra la mujer? ¿No tiene el aborto provocado como resultado un daño o sufrimiento psicológico en la mujer? ¿No es una forma de coacción y privación de la libertad de la mujer decirle que el aborto no tiene consecuencias, o que no hay alternativas ni ayudas para superar un embarazo imprevisto, o que no abortar les va a privar del cariño y compañía de sus parejas?
Las presiones que sufren miles de mujeres ante un embarazo imprevisto para abortar es también una forma, pública y privada, de ejercer violencia contra ellas.