Para nadie es un secreto que la institución matrimonial está en crisis en el mundo moderno secularizado: pocos se casan, las personas prefieren las uniones de hecho “por si el asunto sale mal”, y los que se casan tienen graves dificultades o terminan en divorcio. Las consecuencias ya las conocemos todos. El problema se presenta cuando el matrimonio es buscado por razones diversas a constituir un comunidad de vida y amor: para no estar solo o buscando un refugio afectivo o estabilidad económica, o para legalizar un embarazo inesperado. La experiencia demuestra que muchas parejas fracasan cuando en realidad deseaban otra cosa o utilizaron el matrimonio como salida desesperada. La vida conyugal debe buscar ante todo la donación mutua y la entrega total al otro.
El matrimonio es una misión muy seria que requiere, por una parte, la fe para recibir la gracia sacramental, y por otra, los mínimos presupuestos personales, psicológicos y sociales para que este funcione. Empecemos por lo primero: la fe, tan necesaria para defender la indisolubilidad del matrimonio, la apertura a la vida (recibir amorosamente los hijos que Dios quiera dar), la fidelidad, el amor y la entrega en todas las circunstancias. El matrimonio cristiano requiere una fe adulta, capaz de amar al otro como Dios lo hace. Es decir, tener la “medida de Cristo”.
Está claro que el Derecho Canónico no exige la fe como requisito para acceder al matrimonio, la presupone. La gracia del sacramento actúa, pero hay que tener un recipiente adecuado para recibirla; no es lo mismo recoger agua de un pozo con un cubo que con una cesta de mimbre. Lo mismo pasa con la gracia, si ella no encuentra disposición para ser recibida, puede pasar lo que le sucede al pato, que por más que llueve nunca se moja.
Los novios deben acudir al sacramento con una fe lo suficientemente madura que aguante, como las bases de un edificio, la construcción enorme que se les pondrá encima. Pensemos en la obligación de educar a los hijos en la fe; para su trasmisión es preciso tenerla, pues nadie puede dar lo que no tiene.
Antes de tomar la decisión de casarse, los novios deben escrutar sus intenciones con sinceridad y sin miedo, como dice el Evangelio: primero calcula tus gastos para construir la torre, no sea que a la mitad de la construcción se te acabe el dinero y quedes en el más terrible de los fracasos.
El matrimonio como sacramento requiere también poseer una cierta madurez psico-afectiva. El mundo moderno se ha encargado de cultivar personalidades egocéntricas incapaces de donarse al otro. Así las cosas, los conflictos serán más que obvios, ya que estas limitaciones psíquicas afectan gravemente la vida conyugal, haciéndola a veces hasta imposible.
En conclusión, la gracia de estado ayuda al hombre y a la mujer a entrar en un nuevo estilo de vida dándoles la gracia de construir una relación de entrega mutua y unidad que busca siempre el bien de la pareja. Si esta gracia falta, el fracaso es inminente, es como lanzarse mar adentro con un barco que tiene una grieta en la proa, puede que logre avanzar unas millas en su andanza, pero el hundimiento de la nave llegará tarde o temprano.
Muchos católicos que han fracasado en su matrimonio canónico han tomado la vía de “rehacer” sus vidas con una nueva unión, circunstancia que les hace sufrir porque los aleja de la vida eclesial, y lo que es más doloroso aún, de la comunión sacramental. La Iglesia, que es madre y maestra, pone a disposición de sus hijos las ayudas adecuadas para que una persona en estas circunstancias pueda encontrar un camino de vuelta a la comunión.
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