“En medio de aquel gentío, en medio de toda aquella gente, una mujer… una mujer, le tocó”… (ver Lc 8,43-48).
el Misterio
Esto es algo que siempre me sorprende de Cristo. Que todo él tiene un halo de Misterio. Y esto es lo que me atrae. Su vida, su muerte y su resurrección. Todo empapado en el Misterio.
Recuerdo que, cuando hicimos las primeras catequesis del Camino, el sacerdote nos decía: ”Veréis milagros en vuestra vida”. Y yo quería eso, ver milagros. Ver la acción de Cristo en mi vida. Ver que realmente está resucitado, que no es un cuento chino.
“En medio de aquel gentío, en medio de toda aquella gente, una mujer, una mujer, le tocó…” y quedó sana. La mujer tenía flujo de sangre, tocó su manto, casi rozándolo, pues pensó, si lo toco, sanaré…”
¿Y qué tiene esto que ver conmigo? Mucho. El Señor ha estado grande con nosotros. Ha querido que este episodio de la hemorroísa, podamos vivirlo en primera persona. Y sucedió hace casi tres años más o menos. Primero, debo decir que no casualmente acabábamos mi marido y yo de recibir una catequesis sobre este pasaje del Evangelio. La casualidad no existe: “Muchos hablan de casualidad cuando habría que decir Dios”, señala Chesterton.
La hemorroísa era una mujer considerada impura por sus semejantes hebreos, pues sufría de un extraño flujo desde hacía años. Imagino que sufriría muchísimo al percatarse del rechazo, del desprecio, de sus vecinos y familiares… Pero la hemorroísa soy yo: tantas veces se me va la vida a chorros, desangrándome por las calles y las plazas, buscándome a mí misma en lugar de amar a los que salen a mi encuentro; inmisericorde (sin corazón, que es lo que significa esta palabreja), enjuiciando, condenando… viviendo de las apariencias, del dinero, del ego.
Yo soy esa mujer impura, esa mujer necesitada del perdón de Dios. Tantas veces. Cada vez me doy más cuenta de que todo es don. Él me sostiene. Y si no me sostiene, entonces me doy de bruces contra todo. Señor, ten misericordia de mí, que soy una pecadora.
“¿Y quién me ha tocado?”, dijo Cristo al notar que salía de él una fuerza extraordinaria. Una mujer temblorosa, alzando la voz, dijo: “He sido yo. Pues soy una mujer impura, que sufro flujo de sangre”. Inmediatamente después, Jesús, mirándola a los ojos, le dice: “Mujer, tu fe, tu fe te ha salvado”.
Y narra el evangelista: “El flujo, cesó”. Y el catequista nuestro añadía: “Si quieres tú tocar a Cristo, lo puedes tocar por la fe”.
A mí aquello de que lo podía tocar “por la fe”, se me quedó grabado. Coincidió en ese tiempo que me di cuenta de que mi fe era prácticamente nula. Que cuando venían mal dadas, en seguida me entraba el pánico. Entonces ya no veía nada, se cerraba el cielo y todo lo quería solucionar con mis únicas y exclusivas fuerzas.
Así que le pedí al Señor que yo viera. Que viera, de verdad, que Él estaba resucitado. Que se manifestara de alguna manera. Necesitaba el milagro, el misterio, en mi vida.
Y sucedió. Parecerá cuento. Pero sucedió.
expediente Cruz
Andaba yo entonces embarazada de Almudena (la novena hija) y estaba en el noveno mes de embarazo. El ginecólogo me pidió unos análisis de sangre, algo rutinario, e incluyó la petición del grupo sanguíneo y Rh. Tengo que advertir que me había cambiado de ginecólogo hacía tres o cuatro años. Y éste ginecólogo era el hijo del anterior. El padre de mi ginecólogo actual era el que me había asistido en el parto de cada uno de nuestros siete primeros hijos.
¿Por qué digo todo esto? Porque para nuestra sorpresa —y la del ginecólogo, que me hizo repetir el análisis tres veces, pues no daba crédito—, yo soy del grupo sanguíneo “0” y RH negativo y mi marido es “0” positivo; es decir, somos incompatibles. En pocas palabras, inaudito que hubiéramos tenido ocho hijos sin haberme puesto nunca la llamada “vacuna”, por la que yo no rechazaría al hijo que llevaba en mis entrañas. Sin esta “vacuna” nuestros hijos —o al menos, algunos de ellos— habrían salido con alguna tara grave, de índole cerebral, o incluso podrían haber muerto durante la gestación.
Misterio. Todos nuestros hijos están sanísimos, gracias a Dios. La última, Almudena, también; y debo aclarar que con ella tampoco me pude poner la famosa “vacuna”, porque ya había creado anticuerpos y no hubiera tenido ningún efecto.
El ginecólogo, alucinado. Una hermana de José Manuel (mi marido), que es médico, decía que lo que nos había pasado era un expediente X. Pero fue un hermano de comunidad quien dio en el clavo: “No se trata de un expediente X, sino de un expediente Cruz”, nos dijo.
Con este episodio he visto claro que Él nos precede. Que está resucitado. Que está vivo. Que es verdad. Créetelo, es verdad. Ha resucitado. Piénsalo un poco. Vive, y nosotros también viviremos. ¡Qué descanso considerar que todo no depende de mí, que hay Uno que vela por mí! ¡Y por ti!
Que los hijos son fruto del amor de Dios. Que José Manuel y yo los cuidamos, los acogemos, pero son queridos y amados por Dios, antes que por nosotros. Del primero al último. Que Cristo tiene poder sobre la vida y la muerte. Que nuestras vidas y las de nuestros hijos están en sus manos. Que no se cae un solo pelo de nuestra cabeza sin que él lo consienta.
¡Ah!, y el tema de la hemorroísa tiene su aquel…, porque me sentía identificadísima con esta mujer impura, que tocó la orla de su manto con fe, porque… Viví durante un mes lo del flujo de sangre, que no se me iba, después de haber dado a luz (como consecuencia de la cicatriz del útero, que no dejaba de sangrar). ¿Casualidad?
Otra cosa: Cabía la posibilidad de que nuestros hijos fueran “0” negativos, con lo cual, yo no los hubiera rechazado durante el embarazo. Pero no. El Señor no deja lugar a dudas, es obra suya: Para rizar el rizo, son todos, del primero al último, “0” positivos. ¿Quién da más?
“En medio de aquel gentío… en medio de toda aquella gente, una mujer… le tocó”. Lo puedes tocar por la fe.