Se le acerca un leproso, suplicándole de rodillas: «Si quieres, puedes limpiarme». Compadecido, extendió la mano y lo tocó diciendo: «Quiero: queda limpio». La lepra se le quitó inmediatamente y quedó limpio. Él lo despidió, encargándole severamente: «No se lo digas a nadie; pero para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés, para que les sirva de testimonio». Pero cuando se fue, empezó a pregonar bien alto y a divulgar el hecho, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en lugares solitarios; y aun así acudían a él de todas partes.(Mc 1,40-45)
La libertad de los hijos de Dios se hace Evangelio. Jesús fue más allá de la Ley por amor al hombre, y el leproso curado fue más allá del encargo severo de Jesús, porque el amor no tiene reglas. La alegría de comunicarse es su propio ser y regla.
La Ley prohibía terminantemente tocar a un leproso. Uno quedaba impuro y posiblemente contagiado. Para un legista, publicano o fariseo judío que hubiese visto el gesto de Jesús, este era un pecador y un imprudente contagiado seguramente ya de los muchos leprosos que tocaba. Que los curase o no, eso no importaba allí.
Si tocar y curar era la expresión de su amor por el hombre ¿Por qué Jesús mandaba entonces no contarlo? Quizás era el sigilo del “secreto mesiánico”, pero también entraba la publicidad en los planes de su Padre. (Mt 10,27)
Marcos es el único evangelista que justifica la desobediencia solo por la alegría del Evangelio. A muchos les costará la vida proclamar esa alegría de la salvación frente a la ley o las costumbres de los hombres que condenan y no liberan. ¿Por qué rompió el leproso el encargo severo de Jesús de no decir nada a la gente? Porque al amor no hay ley ni costumbre que lo pare. En cambio no dice Marcos si el leproso, sano ya, se presentó al sacerdote a dar testimonio legal de su curación para que supiesen que su curación no iba en contra de la Ley, sino a favor de la salud del hombre.
Ocultar su presencia fue imposible, y más aún cuando estaba ligada a la alegría incontenible de un leproso que creyó y quedó limpio de la enfermedad más humillante de aquella época. Hoy los leprosos son simplemente enfermos y tienen hospitales especiales, pero entonces eran malditos, parias apestados que debían ser evitados a todo trance. El libro del Levítico tenía toda una sección, “la ley de la lepra”, para que los sacerdotes supiesen como actuar en todas las situaciones con cuerpos, vestidos y pertenencias de los leprosos. Caminaban haciendo sonar una campana para que nadie se le acercara. Jesús no solo permitió la cercanía, sino que lo tocó, lo curó, y lo mandó directo al Templo, a la ley y al sacerdote. Pero aquel hombre de fe convirtió su campana de enfermo en llamada al Evangelio de la salud.
A veces cuesta tanto encontrar la salud, que la alegría supera los mandatos del médico. En aquella ocasión, y en otras semejantes, Jesús no se enfadó de la propaganda, fuera de programa, que le hacían enfermos y pecadores. De hecho, su fama y el arraigo que estaba tomando su persona en la gente sencilla, le costaría la vida. Por lo pronto, dice el profundo y escueto Marcos, que después de las voces del hombre sano que había sido leproso, Jesús no podía entrar abiertamente en ningún pueblo y se quedaba fuera en lugares solitarios. Y es que había comenzado el drama de manifestarse como el Hijo de David, el Cristo-Ungido, el Salvador esperado por todos, y aceptarlo podía ser peligroso. Hoy también existe rechazo al cristianismo incluso en sociedades que se llaman plurales y abiertas como la nuestra. Quizás habría que dar más testimonio de nuestra curación personal de la “lepra” del pecado, y acudir a Él, nuestro Maestro, en los lugares solitarios y apartados que le gustan. Cada uno sabemos la forma de contacto personal a que nos llama.