¡Si llego a olvidarte, Jerusalén, que se me seque la mano derecha! ¡Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti, si no te pongo en la cumbre de mi alegría!
Me contaba el otro día un conocido que en la renovación de votos de un matrimonio, en las oraciones del ritual había una frase que le impresionó y le dejó muy pensativo: “Que el Señor los consuele en la adversidad y los auxilie en la prosperidad”. ¿Por qué pedir auxilio en la prosperidad? ¿Es que hay algún peligro en que Dios nos responda que sí a las peticiones que le hacemos?
Uno tiene generalmente muchas peticiones: prosperidad económica, salir de deudas, el novio o la novia que nunca llega, las dificultades en el matrimonio, los problemas de salud, un trabajo concreto, tener un hijo, etc. Incluso muchos entramos a la Iglesia, con esas “intenciones secretas” en el fondo del corazón. Y pedimos y pedimos; pero pasan los años y nada, hasta que de pronto ¡se da!: la sorpresa da paso a la alegría y la alegría al agradecimiento. Y entonces “Dios por aquí y Dios por allá” y “qué maravilla es Dios”, mientras el entusiasmo y el sentimiento se ponen a mil por hora. Hasta aquí nada de raro ni de malo; al contrario, son reacciones completamente naturales y comprensibles. El problema es lo que viene después. aparta mis ojos de las vanidades, Señor El ser humano tiene en sí mismo una capacidad terrible de hacer ídolos de cualquier cosa, especialmente de las bendiciones. Tanto rogar por ese trabajo y, cuando te sale, dejas la Iglesia de lado porque ya no te queda tiempo. Tanto rogar porque te saliera el novio y, cuando sale, te olvidas de Dios porque prefieres estar con él. Te pasas años pidiendo la concepción de un hijo y, cuando el Señor te lo concede, pronto ese hijo ocupa el lugar de Dios en tu vida. Una vez le oí decir a un catequista: “¡Qué terrible es que Dios te dé lo que andas buscando aquí!, porque cuando lo obtengas, si no tienes el suficiente discernimiento, te darás por satisfecho, te irás por otros vericuetos de la vida y te perderás”. El peligro no es pequeño. Recuerda, por ejemplo, al hijo del rey David, Salomón. Coronado rey de muy joven, Dios se le aparece en un sueño para concederle lo que quiera y le pide sabiduría. La obtiene en tal grado que se vuelve famoso en el mundo conocido de ese tiempo, es tanto su poder que olvida el gran secreto que le había revelado su padre en el lecho de muerte: “Observa las prescripciones del Señor, tu Dios, siguiendo sus caminos, observando sus preceptos, sus mandamientos, sus leyes y sus instrucciones, según lo que está escrito en la Ley de Moisés. Así prosperarás en todo lo que hagas y en todo lo que emprendas, y el Señor mantendrá esta palabra que me ha dicho: Si tus hijos vigilan su conducta, caminando delante de mí con fidelidad, de todo corazón y con toda su alma, nunca te faltará un descendiente en el trono de Israel” (1R 2,3-4). No nos podemos dar el lujo de cambiar a Aquel que bendice por la bendición. En el espacio que está marcado con la palabra “Dios” en nuestra vida, sólo cabe una cosa a la vez, y ese lugar es de Él y para Él. Allí no puedes poner nada ni nadie que no sea el Señor. Recuerda que nada que te pueda ser dado no te puede ser quitado. de los santos es propia la alabanza Otro ejemplo distinto es el de Abrahán, el padre de la fe. Dios le da un descendiente al fin, el hijo que ha esperado por más de noventa años, lo único que anhela su corazón, pues, siendo un hombre rico, sólo tenía un deseo: tener a ese Isaac que tiene junto a él. Y Dios se lo pide en sacrificio. Abrahán no se opone, no se deja envenenar por el egoísmo y la soberbia. Esa capacidad que tiene de darle a Dios la máxima bendición, de poner a Dios sobre todo en una humildad impresionante, es el único antídoto a la tendencia de hacer ídolos de las bendiciones. Ese es el auxilio que se necesita en la prosperidad, el auxilio de la humildad. La humildad de un Job capaz de decir: “Dios me lo dio, Dios me lo quitó ¡Bendito sea el Señor!” El “Bendeciré al Señor en todo tiempo” del salmo 33 incluye los tiempos buenos, aun cuando sean tan buenos que sea fácil olvidar Quién es el que los ha proveído; y eso ocurre cuando la emoción de saberse bendecido ha pasado y empieza a surgir el fantasma de la soberbia. Cuando los “no” de Dios den paso a los “sí”, ponte en guardia, porque el enemigo siempre acecha y, si no te engaña con el desconsuelo en los “no”, pretenderá engañarte con la soberbia en los “sí”.